Eduard Streltsov podría ocupar las páginas doradas de la historia del fútbol europeo. Pudo haber sido una fuerza dominante entre los ’50 y los ’60, un artillero que le hiciera sombra al mismo Pelé. Pero su nombre se perdió en las fauces del olvido. Cuando se habla del fútbol de la extinta Unión Soviética, la mente evoca a Lev Yashin, la ‘Araña Negra’, para muchos el mejor arquero de todos los tiempos. O a Oleg Blokhin, el genio que arrasó en votación por el Balón de Oro de 1975. Ambos sirvieron y mucho a la propaganda política de su país. Streltsov, en cambio, fue un personaje maldito, confinado a la ignominia, apartado del relato glorioso que la URSS hizo de sí misma. Esta es la historia de un brutal castigo por un crimen nunca aclarado y una redención a medias.

Streltsov nació en 1937, en los suburbios del norte de Moscú. Su papá fue un militar de primera línea en la Segunda Guerra Mundial. Acabado el conflicto, el padre se fue a vivir a Kiev y dejó a su hijo solo con la madre. El niño tuvo una infancia modesta, triste. Apaciguaba sus penas jugando a la pelota. Pasaba todo el día con el cuero bajo la suela de sus zapatos raídos. “El único placer, el único destello de luz entre los grises días de la semana, era el fútbol”, afirmó varias décadas después.

Entrando en la adolescencia, se unió al equipo de la empresa en que trabajaba su madre. Contra ellos fue a jugar el Torpedo de Moscú, cuadro profesional. Streltsov no desentonó y lideró a la pandilla de amateurs. El entrenador, Vasily Provornov, quedó encantado con el muchacho y lo convenció para unirse al Torpedo con 16 años. Al poco tiempo estaba debutando en Primera División, no necesitó tiempo de adaptación. A los 17 se transformó en el máximo goleador de la competencia y se ganó una convocatoria para jugar con el seleccionado. En su debut jugó contra Suecia y, en menos de 45 minutos, se despachó un hat-trick. En su siguiente partido, frente a India, volvió a anotar de a tres.

Viajó a Melbourne con la selección y ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de 1956, el primer gran triunfo de la URSS en el fútbol internacional. En Australia no fue tan importante, pero al año siguiente explotó: fue clave en las clasificatorias rumbo al Mundial de Suecia ‘58, ganó la liga local y remató séptimo en la carrera por el Balón de Oro. Todo el mundo supo de ese joven que no se cansaba de golear en la Europa Oriental, de ese delantero de movimientos finos, que le encantaba pegarle a la pelota con el taco y que llenaba estadios.

Faltaban sólo días para el inicio del Mundial, la cita en la que tendría que hacer valer sus quilates. Aburrido de las largas jornadas de entrenamiento en Tarasovka, a las afueras de Moscú, el punta decidió abandonar la concentración sin autorización junto a dos compañeros. Fue a una fiesta organizada por el general Eduard Karahanov en su casa de campo. Esa noche del 25 de mayo su vida se torcería. A la mañana siguiente era detenido. Lo acusaban de violar a una joven de 20 años llamada Marina Lebedeva.

El crimen nunca se esclareció. Las pruebas eran confusas y las confesiones de testigos, incluida la versión de Lebedeva, estaban llenas de contradicciones. Todo hacía pensar que era un montaje.

Pero el atacante sabía que tenía todo en contra. Consumido por la desesperación, se le presentó una oportunidad. Si firmaba una declaración en la que asumía la violación iba a quedar libre y se podría unir al equipo que pronto viajaría a Suecia. Sin embargo, lo único que obtuvo fue una condena de siete años en un gulag, un campo de prisioneros en Siberia. Y, además, se le prohibió volver a jugar como profesional.

Mucho tiempo después, el entrenador de aquella selección, Gavriil Kachalin, confesó que las altas esferas del Partico Comunista soviético estaban empeñados en darle una lección al goleador y que la policía le aseguró que hasta Nikita Kruschev, el máximo dirigente del país, estaba involucrado en el asunto.

Streltsov estaba muy lejos de lo que el régimen consideraba un ciudadano ejemplar. Su peinado estilo británico no gustaba a los camaradas. Era un bohemio, mujeriego y bebedor empedernido. Un mozalbete lleno de orgullo y ganas de devorarse el mundo. Después de coronarse en las Olimpiadas del ’56, se negó a formar parte del CSKA Moscú (el equipo del Ejército) y también del Dínamo (controlado por la KGB). Ni las largas conversaciones que mantuvo con Yashin pudieron convencerlo. Simplemente no quería, desatando la ira del oficialismo. Se temía que desertara, que aceptara algunas de las ofertas que le llegaban desde Francia, Suiza o Inglaterra y se fuera del paraíso. Pero el mayor temor del Partido Comunista era que sus ideales de libertad calaran en los jóvenes que lo tenían como ídolo.

“Su vida explica la paranoia de la dictadura comunista, porque no hacía propaganda anticomunista, su anticonformismo no tenía fines políticos, solo quería comportarse como cualquier chico de occidente, y por eso acabó siendo considerado enemigo del pueblo”, comenta el escritor Marco Laria, autor de ‘Mujeres, Vodka y Gulag’, una biografía del ariete.

Confinado en el infierno blanco se enteró que su selección sucumbió en cuartos de final ante el combinado local. También se enteró que Brasil, equipo que le ganó a la URSS en la fase de grupos, se terminó coronando campeón. Todos los flashes fueron para un joven Pelé, el príncipe que se transformaría en Rey, pero quizás podrían haber sido para él. Años más tarde se enteró que su país ganó la Eurocopa y volvía a clasificarse a un Mundial, el de Chile.

No tenía tiempo para martirizarse por lo que pudo disfrutar. Lo hacían trabajar todo el día. En la transformación de uranio para un reactor nuclear, cargando troncos por la nieva a cuarenta grados bajo cero o deslomándose en una mina de granito. Vivía con frío, hambre y padeciendo las constantes y brutales palizas que recibía de los carceleros.

Cinco años después, un 4 de febrero de 1963, salió del encierro. Ya no era el mismo. “Aquellos cinco años en el gulag le cambiaron profundamente. Antes era un chico radiante, a veces arrogante, al que no le importaban las buenas maneras. Con aquel look estaba muy lejos de la imagen severa del régimen soviético. Parecía un chico de Londres o Nueva York. Tras el Gulag, sus noches de sexo y alcohol se redujeron notablemente… En resumen, fue domesticado por el régimen“, narra Iaria.

Empezó a trabajar en la Zil, la fábrica automovilística madre del Torpedo, y a estudiar ingeniería. Era el comienzo de una nueva vida, no la que quería, pero la que le tocaba. Pero el fútbol seguía corriendo por sus venas, el efecto magnético y seductor que ejercía la pelota seguía intacto. Aceptó la invitación para unirse al equipo amateur que tenían sus compañeros de labores. No habría problemas, pensó. El rumor de que el mítico goleador del Torpedo había vuelto se expandió centelleante por las calles de Moscú. Miles de personas abarrotaban los humildes campos de juego en que Streltsov hacía gala de su brillantez. El régimen se enteró y nuevamente lo condenó al ostracismo.

La historia no volvería a repetirse. Los aficionados se pusieron del lado del futbolista. Provocaron disturbios, amenazaron con quemar un estadio y corearon con estridencia el nombre del desterrado para que pudiera jugar en un partido del que estaba vetado. Había ganado la batalla, pero aún había guerra.

La llegada al poder de Leonid Breznev como Primer Secretario del Partido Comunista, en reemplazo de Kruschev, fue el impulso definitivo. A la oficina de Breznev no paraban de llegar pidiendo que Streltsov volviera a jugar.

En 1965, el delantero por fin volvió a pisar un campo como futbolista profesional. Lo hizo con la camiseta de su querido Torpedo. Sus mejores días ya habían pasado. Ya no era ese delantero rápido y potente que brilló en sus inicios. Había perdido su condición física, pero había ganado sapiencia. Lideró a su equipo a ganar la segunda liga de su historia y una Copa en 1968. Mantuvo su pulso goleador y fue nombrado futbolista del año en dos temporadas consecutivas. Pudo volver a la selección, con la que registra 28 goles en 35 encuentros. Tres de ellos se los hizo a Chile el ’67, en un amistoso disputado en el Estadio Nacional. Se hizo conocido como el ‘Pelé ruso’.

Después de su retiro, se hizo cargo por más de una década de los equipos juveniles del Torpedo. Murió de cáncer a un día de cumplir los 53 años, el 22 de julio de 1990, y un año y cinco meses antes de la desintegración de la Unión Soviética. En el séptimo aniversario de su muerte se vio a Marina Lebedeva, la mujer a la que supuestamente violó, dejando un ramo de flores en su tumba.

El estadio del Torpedo lleva su nombre
. Una moneda conmemorativa tiene estampado su rostro y dos estatuas con su figura traen al presente una conciencia del pasado.

En 2001, el ruso ex campeón mundial de ajedrez, Anatoly Karpov, presidió un comité para limpiar la memoria del jugador. “Se hubiera convertido en el mejor jugador del mundo y hubiera sido más grande que Pelé“, aseguró el ajedrecista.

Tal vez, quizá, pudo ser…