Corría el año 1978 y el “apartheid” reinaba en Sudáfrica. Era un sistema de segregación racial que separaba a la población ‘negra’ de la ‘blanca’, a través de la creación de lugares separados (habitaciones, estudio y recreo), con el fin de conservar el poder de la minoría blanca (21%).

Dentro de ese contexto el rugby, un deporte “solo” para blancos”, era el pilar de la raza que gobernaba con mano de hierro el país y como era de esperar, esa carga simbólica afectaba en demasía al pueblo negro, quienes consideraban al rugby como lo más profundo de la opresión que padecían.

Era normal que odiaran a su propia selección y por esa misma razón (“apartheid”), pues los gigantes “afrikaaners” les recordaban a los violentos policías sudafricanos.

Los negros celebraban las derrotas de los “springboks” y para el movimiento “antiapartheid” la exclusión de la selección sudafricana de rugby de las competencias internacionales supuso uno de sus grandes triunfos.

Para buena parte de la población blanca esa decisión constituyó el aspecto más humillante del boicot internacional que sufrieron en aquellos años producto de su política de segregación racial. El rugby, por aquel entonces, ya era mucho más que un símbolo.

Nelson Mandela

Nelson Mandela, un ferviente activista “antiapartheid”, salió de la cárcel en 1990 después de casi 30 años de reclusión con el objetivo de frenar la violencia en el país que parecía condenar a Sudáfrica a una guerra civil.

El líder ‘negro’ se convirtió en presidente (el primero en encabezar el poder ejecutivo) tras ganas las elecciones en 1994, lo que supuso el fin de la segregación racial.

Pero el camino hacia la paz no era sencillo. Existían demasiados recelos entre ambos bandos, heridas abiertas que aún no sanaban, muertos que todavía se mantenían vivos en la memoria de sus familias.

En ese entonces, Mandela comprendió que el deporte podría unir a negros y blancos, el rugby debía ser el motor de una nueva Sudáfrica y su oportunidad llegaría.

El país había sido designado como sede de una nueva versión del Mundial de Rugby, en 1995, como premio a las promesas de cambio que un par de años atrás había hecho el gobierno de Frederik de Klerk, un político sudafricano (Premio Nobel de la Paz en 1993) que liberó a Mandela y lo ayudó a poner fin a la política de segregación.

La oportunidad había llegado pero el reto era descomunal. Había que lograr que la población negra se sintiese representada por el equipo que simbolizaba el poder “afrikaaner” de los blancos, por la camiseta verde de los opresores.

Él mismo reconocía que durante los años en la prisión de Robben Island escuchaba los partidos de rugby a través de las radios de los carceleros y festejaba junto al resto de los presos de raza negra las derrotas sudafricanas.

El presidente Mandela sabía que uno de sus principales aliados en esa misión debía ser, precisamente, la propia selección. Un año antes del torneo, poco después de ganar las elecciones, se reunió con Francois Pienaar, el capitán de aquel equipo, un joven alto, un “gigante” rubio.

Mandela le explicó su idea y el jugador le garantizó que no habría problemas dentro del vestuario donde sólo había un jugador mulato: Chester Williams. El resto eran blancos.

Francois Pienaar durante el mundial

VINCENT AMALVY / AFP

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Durante la entrevista el presidente también le pidió a Pienaar que los jugadores debían aprenderse una canción y entonarla antes de los partidos. Se trataba de “Nkosi Sikelele…¡Afrika!”, una canción de liberación en lengua xhosa que se iba a convertir en el nuevo himno sudafricano.

Una parte del histórico momento en el mundial

El capitán de los “Springboks” le garantizó que no fallarían y lo cierto es que su comportamiento fue ejemplar. Durante un año entrenaron como salvajes pero también participaron en numerosos actos sociales, visitaron zonas donde nunca antes habían estado y trataron de ganarse la simpatía de la población negra, recelosa todavía.

Tampoco los blancos se creían el rol conciliador de Mandela, pues para ellos era un terrorista, una amenaza a su estilo de vida.

Poco antes de comenzar el campeonato el presidente visitó a los jugadores en la concentración. Pienaar explicaría poco después que aquel encuentro fue determinante porque dejó a casi todos los jugadores impregnados por el aura de Mandela.

Mundial de Rugby de 1995

Sudáfrica avanzó con contundencia durante el torneo, lo que fue acrecentando el interés de la población negra por aquel equipo que cantaba como ellos y que parecía sentirse orgulloso de hacerlo.

Los estadios estaban repletos de blancos pero algo estaba cambiando en Sudáfrica. En las semifinales los “Springboks” se impusieron de forma agónica a Francia por 19-15 y se prepararon para la final ante la intratable Nueva Zelanda que lideraba una bestia llamada Jonah Lomu, el mejor jugador del mundo, que en la otra semifinal había pisoteado a Inglaterra. Parecía una misión imposible para los chicos de Pienaar.

Jonah Lomu durante el mundial

VINCENT AMALVY / AFP

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El día de la final se produjo un hecho insólito. Nelson Mandela salió al campo a saludar a los jugadores y lo hizo con la camiseta verde de la selección. El silencio se hizo en Ellis Park. El impacto de aquella imagen era imposible de superar.

Mandela vestía el símbolo de aquellos que durante años habían oprimido a los suyos. Era como si un negro del sur de Estados Unidos se pusiese la capucha de Ku Klux Klan. El estadio comenzó entonces a corear su nombre: “Nelson, Nelson, Nelson”.

Una mística especial se apoderó del estadio que incluso dejó tocados a los “Alls Blacks” que confesarían sentirse impresionados al dar la mano a Mandela. El presidente estaba también jugando aquella final.

Van der Westhuizen, medio scrum sudafricano, confesó que en aquel momento, con Mandela vestido de “Springbok” y el público coreando su nombre, comprendió que al fin tenían a un país detrás de ellos. Pelearon como titanes ante Lomu y los suyos que se vieron incapaces de superar su defensa.

Los dos equipos solo anotaron en las patadas a palos. 9-9 al final del partido. En el tiempo extra Nueva Zelanda se adelantó, pero Sudáfrica supo igualar con rapidez y ganó la posesión. Avanzaron y entregaron el óvalo en busca de la patada salvadora de Stransky que puso por delante a los “Springboks” (15-12).

Sudáfrica, llevada por el apoyo que recibían de las 72.000 almas que llenaron el estadio, resistió los últimos siete minutos y se quedó con su primer mundial en medio de una felicidad que incluso alcanzó a Soweto, el área de Johannesburgo que simbolizó durante años la lucha contra la segregación racial.

Lleno de felicidad Mandela bajó al césped y entregó a Francois Pienaar la copa de campeones con un agradecimiento: “Gracias por lo que has hecho por este país”.

Un momento histórico: Mandela entregando el trofeo a Pienaar

JEAN-PIERRE MULLER / AFP

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El compacto del partido