El último 11 de septiembre se cumplieron 80 años de uno de los hechos más importantes en la historia del tenis y el deporte nacional: el triunfo de una chilena en un Grand Slam.

La gesta ha ido quedando en el olvido, pero Carmen Castillo y Ruth Weston, hijas de la campeona, iniciaron hace poco una campaña para construirle una estatua a su madre y traer al presente su legado. “Solo quiero que los jóvenes chilenos sepan el nombre de Anita Lizana”, afirmó Carmen.

Anita traía el tenis en la sangre. Su papá, Roberto, trabajaba dando clases en el Club Tennis Riege des Deutschen Vereins, ubicado en el Parque Quinta Normal. Los jefes alemanes de Roberto le dieron una casita al interior del recinto para que viviera con su familia e hiciera de cuidador. “De niños nos sentíamos más cómodos entre raquetas y pelotas que con muñecas o trenes de juguete”, contó la tenista en una entrevista concedida en 1986.

Le decían la “Ratita”, por su baja estatura (1,59 mts) y su cuerpo ligero. Volvía de sus clases en el Liceo N°4 de Niñas y se iba a la pista a practicar con sus cinco hermanos. A todos les gustaba el tenis, aunque ninguno se lo tomaba tan en serio como ella. Era lo único que le importaba. Los fines de semana esperaba que los socios desocuparan las canchas o los jardines para ir a hacer gimnasia. Pasaba horas puliendo su juego, fortaleciendo las piernas para cubrir la cancha de punta a cabo. Sabía que por su estatura no podía imponerse por potencia, pero podía ser más rápida que sus contendientes. Todo lo hacía bajo la mirada atenta de su padre y su tío Aurelio Lizana, figura del tenis chileno a principios del siglo XX y que por falta de plata no pudo hacer carrera.

Lo que prometía como infantil lo confirmó como adulta. En 1930, con apenas 15 años, ganó el Campeonato Nacional de Chile, título que ostentaría hasta 1934. Prematuramente se había quedado sin rivales en el país. El mundo la llamaba. Su familia, que vivía con lo justo, tuvo que hacer una colecta para reunir los 120 mil pesos, una fortuna en esos tiempos, que necesitaba para ir a competir a Europa.

No necesitó tiempo para adaptarse al circuito europeo. Ganó el Torneo de Queen´s Club, el Campeonato Nacional de Escocia y disputó Wimbledon y Roland Garros el año de su debut. A la temporada siguiente, entre otros logros, repitió en Escocia, se impuso en el Campeonato Nacional de Irlanda y llegó a cuartos en Wimbledon. Se transformó en toda una estrella. En el Reino Unido le decían “Senorita” a falta de la letra ñ. “Senorita is here”, “Senorita wins at Birmingham”, “Another title for Senorita”, escribían los medios de la Gran Bretaña.

Su gran logro llegaría en 1937. Cruzó el Atlántico para jugar en el torneo de Forrest Hill, hoy conocido como el Abierto de Estados Unidos (US Open). Se metió en la final, siempre luciendo vestido y cintillo blanco y con una pulsera en su muñeca izquierda.

El día de la final el sol quemaba en Nueva York. Anita era un atado de nervios, enfrente estaba la favorita, la polaca Jadwiga Jedrzejowska. El raqueteo la fue calmando. La parte baja de su vestido volaba de lado a lado con sus movimientos rápidos y furiosos. Pelota a pelota fue demoliendo a su rival. Ganó la final con un categórico 6-4 y 6-2.

Tras el punto que le dio el título, la “Ratita” se desvaneció. Los médicos corrieron a verla. Las ansias y el calor la tumbaron, pero se recuperó a tiempo para recibir el trofeo sin aspavientos en compañía de su rival.

La oriunda de Quinta Normal se transformó en la primera mujer latinoamericana en ganar un Grand Slam y se encaramó en el primer lugar del escalafón mundial (en esos años los rankings no eran oficiales y los realizaban periodistas especializados). Hasta hoy, ningún chileno o chilena ha vuelto a ganar uno de los “cuatro grandes”.

La tenista norteamericana Dorothy Bundy la describió: “Anita es una cosita tan pequeña. Graciosa, fugaz y rápida de movimientos. Me viene a la cabeza un fauno. Tiene el mejor revés del torneo femenino”
El Aberdeen Journal le dedicó una frase de rótulo: “Puso a Chile en el mapa”.

La vuelta a Santiago fue alucinante. Más de 200 mil personas la fueron a recibir a la Alameda en una época en que la mujer aún no conseguía pleno derecho a voto. Ella, en compañía del presidente Arturo Alessandri Palma, se asomó a un balcón de La Moneda para saludar a la gente. No pocos treparon por los barrotes de las ventanas para ver más de cerca a la ídola. Luego, se paseó en un auto descapotable por la pista de recortan del Estadio Nacional antes de un partido de Colo Colo.

Tenía apenas 22 años y el mundo estaba a sus pies. Roland Garros y Wimbledon tenían que ser sus objetivos. Pero la Segunda Guerra Mundial obligó a parar la competencia y detuvo su tranco avasallador. “Seguramente sin la segunda guerra, yo habría ganado Wimbledon para Chile”, relató la “Ratita”.

En 1938 se casó con el tenista escocés Ronald Angus Taylor Ellis, oriundo de Invergowrie, villa cercana a Dundee, donde la única industria de carbón era de los Ellis. La ceremonia ocupó varias páginas de sociales en las revistas de papel cuché de la época. Dos años más tarde nació la primera de sus hijas: Ruth. A ella se sumarían Carol y Carmen.

Volvió al circuito en 1946, pero el tiempo había hecho lo suyo. Con 30 años su nivel ya no era el mismo, aunque igual se dio el gusto de ganar cinco torneos de dobles mixtos con su esposo. Se retiró con más de 17 campeonatos internacionales en su palmarés.

Se afincó definitivamente en Inglaterra. Viajó a Chile solo ocasionalmente para ver a sus familiares. Eduardo Frei Montalva la invitó en 1966 para el Campeonato Sudamericano de Tenis disputado en el Estadio Español. Murió el 21 de agosto de 1994 a los 78 años, en la ciudad de Ferdown. Desde 2015, año del centenario de su natalicio, el court principal del Estadio Nacional lleva su nombre. Hoy, en el mismo recinto, su familia quiere erigir una estatua para desempolvar su leyenda.