Año 1953. Un adolescente llamado Elvis Aaron Presley graba su primer disco musical. En Chile, Colo Colo se corona campeón. Stalin agoniza en la sala de un hospital moscovita, donde morirá presuntamente envenenado por Beria, su mano derecha. En Corea se masacran soldados de ojos claros y soldados de ojos rasgados, en un conflicto que continúa tras más de medio siglo.

En los colegios, los niños se esconden bajo las mesas de madera: simulan protegerse de un ataque nuclear. Los silos de misiles como dagas de Damocles. Entonces pasan desapercibidos, además de ultrasecretos, los experimentos de un puñado de psiquiatras de la CIA. La “cortina de hierro”, en cierto modo, se vuelve una cortina de humo.

Hacía seis años se habían inaugurado los misteriosos edificios en Langley, Virginia, a escasos kilómetros de Washington DC. Puertas adentro todo es misterio. Los hilos conducen a Allen Dulles, director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), un hombre con tanto poder que atemoriza.

Dulles, de 60 años, viste parcos trajes grises; la corbata perfectamente anudada. La inteligencia militar, lo sabemos, actúa sobre los detalles. Las gafas redondas con montura de oro le otorgan un aire entre distinguido e intelectual. La pipa, al estilo de algún personaje de Conan Doyle, trasluce un hombre reflexivo, un carácter fríamente racional, como de detective.

Una mañana de diciembre descuelga el teléfono de disco sobre su escritorio. Marca los números precisos y al otro lado de la línea un hablar tartamudo, un mascullar continuo de palabras. Dulles lo manda llamar, y no precisamente porque no comprenda. Entra a la oficina un hombre delgado, canoso, de prematura calvicie mal disimulada. Se trata de Sidney Gottlieb, nacido en Bronx, en 1918, bajo el nombre de Joseph Scheider. En algún momento, aún indefinido, se lo cambió.

Pero eso no es importante, lo notorio es que Gottlieb, bioquímico y psiquiatra militar de origen judío, conduce uno de los programas prioritarios de la CIA; tan prioritario, que consume más del seis por ciento del presupuesto de la Agencia.
Mk Ultra: la mente como un libro abierto.

Según el documento desclasificado 471 U.S. 159, de la Suprema Corte de los Estados Unidos de América, el proyecto MK Ultra (1953-1974) tenía la misión de “investigar y desarrollar materiales químicos, biológicos y radiológicos capaces de emplearse en operaciones clandestinas para controlar el comportamiento humano”. En otras palabras: buscar la manera, sea cual sea, de hallar la llave que abriera, como una caja fuerte, la mente humana. Y de ser posible, cerrarla subrepticiamente.

MK Ultra
MK Ultra

La CIA se proponía dos utilidades principales:

1. Extraer información 100 por ciento fidedigna durante un interrogatorio, en especial en aquellos sujetos de mayor resistencia (espías del KGB, la Stasi u otro cuerpo de seguridad bien entrenado); o bien de ciudadanos norteamericanos, occidentales, o de cualquier procedencia.

2. Mediante la distorsión de la realidad, conseguir la lealtad del individuo, para que inconscientemente sirviera a los intereses de la Agencia.

En ambos casos, la CIA se proponía una ambición mayor: borrar la memoria a corto plazo de la víctima: que no recordara las sesiones de interrogatorios, lo que dijo, bajo qué circunstancias, y sobre todo, a quién informó. Entre las expectativas y la realidad solo existía una barrera: la inexistencia de las sustancias y métodos de aplicarlas; por tanto, la inteligencia norteamericana se vio necesitada de “inventarla”, de experimentar, por supuesto, con humanos, que son los únicos que tienen mente.

La ciencia, el lodo, la política

El portal de entrada a la conciencia era simple: la alteración del estado mental del individuo. Luego, para llegar al control, todo era penumbras. Sidney Gottlieb, quien además de conducir MK Ultra era el director de la División Química de la CIA, pensó en ciertas drogas como respuesta. Empezó a suministrársele alucinógenos a los sujetos: dosis de LSD, quinuclidinilo bencilato (BZ), metanfetaminas, entre otros. No obstante, paulatinamente fueron desechadas, pues los resultados eran insatisfactorios.

Durante algún tiempo, los científicos probaron con métodos menos “convencionales”. La hipnosis, las descargas eléctricas, la privación sensorial, el aislamiento. En ningún caso se consiguió el control mental efectivo del individuo; sí su desgaste y perjuicio, por lo que las técnicas, a la larga, también fueron abandonadas.

Otro punto polémico del proyecto MK Ultra radicó en los sujetos de pruebas. Al comienzo, se postulaban investigadores, estudiantes universitarios y personal militar comprometido. A medida que los métodos se radicalizaron, los voluntarios comenzaron a escasear. La CIA, entonces, empezó a “cazar” personas para las pruebas sin obtener su consentimiento: las presas preferidas fueron los enfermos mentales, los drogadictos, prostitutas y personas en situación de calle.

Célebre resultó la operación Clímax de Medianoche, organizada por Sidney Gottlieb: instruyó a prostitutas en la nómina de la CIA para atraer clientes a los prostíbulos, donde se les aplicaba subrepticiamente una amplia gama de sustancias (en las bebidas y comidas). El comportamiento de los hombres (estimulado por las drogas y el sexo) era estudiado por los agentes desde el otro lado de espejos unidireccionales. El método, aunque lúdico, tampoco consiguió lo prometido.

Caída y escándalo de MK Ultra

Tras más de dos décadas de infructuosidades, el proyecto ultrasecreto comenzó a declinar. En 1975, la comisión Church (Comité del Congreso para la investigación de las actividades de inteligencia de la CIA), reveló al ejecutivo las interioridades de MK Ultra. Previendo el escándalo, y con el referente inmediato del Watergate, el entonces director de la agencia, Richard Helms, había mandado a quemar “oportunamente” la documentación sobre MK Ultra en 1973. Por tanto, mucha evidencia quedó sepultada. Aún así, algunas cajas fueron encontradas: en total, 20 mil documentos que fueron desclasificados en 1977 (algunos, los más sensibles, en 2001).

Así se conoció, por ejemplo, que 44 universidades estadounidenses, 15 fundaciones de investigación y empresas farmacéuticas, doce hospitales o clínicas, y tres prisiones participaron en los experimentos. En muchas ocasiones, el personal no conocía para quién estaba trabajando, pues la CIA los contrataba mediante empresas fantasmas para esa finalidad.

La presión de la opinión pública forzó al presidente Gerald Ford a tomar cartas en el asunto. Al filtrarse los documentos a la prensa, en 1976, el clima de impunidad se contrajo. Ford emitió la primera Orden Ejecutiva sobre Actividades de Inteligencia. Entre otras prescripciones, el documento prohibía “la experimentación con drogas en seres humanos, excepto con el consentimiento informado, por escrito y con el testimonio una parte desinteresada, de cada sujeto humano” y de conformidad con las directrices emitidas por la Comisión Nacional de Inteligencia.

Teóricamente, las administraciones posteriores de la Casa Blanca han mantenido esa premisa. Aunque la historia, caprichosa como es, tiende a repetir los sucesos. Cabría preguntarse si, en efecto, 1976 resultó el año de cierre de MK Ultra.

El terrorismo, dicen, es la nueva Cortina de Hierro.