La tierra “se hundió bajo sus pies” hace cuatro años cuando Bongekile Msibi, madre sudafricana de una adolescente de 15 años, supo que no lograba tener un segundo hijo porque ya no tenía útero.

“No entendía lo que decía el médico”, recuerda esta madre de 32 años, intentando contener sus lágrimas. “¿Cómo era posible? Tenía una hija, lo que significaba que tenía un útero”.

Así, Msibi inició una investigación para comprender lo inconcebible. Esta la llevó de forma natural al hospital Chris Hani Baragwanath, una enorme institución pública de Johanesburgo, donde dio a luz a su hija en 2005.

Allí, en 2016, un obstetra le explicó que su útero había sido extirpado después de dar a luz.

Msibi es una de las 48 mujeres que fueron sometidas a una esterilización forzada entre 2002 y 2015 en Sudáfrica, según una encuesta publicada a finales de febrero.

En este informe, la Comisión para la Igualdad de Género en Sudáfrica (CGE) denunció el “trato cruel, bárbaro, inhumano y degradante” infligido a mujeres, todas negras, en el momento de dar a luz por cesárea en hospitales públicos del país.

Jugar a ser Dios

La mayoría eran seropositivas. No era el caso de Bongekile Msibi, pero tenía 17 años cuando nació su única hija. Era menor de edad, por lo tanto vulnerable.

El personal sanitario “se aprovechó de la situación, jugaban a ser Dios”, acusó la joven en una entrevista concedida a la AFP. “Se creían habilitados para hacer lo que quisieran, cuando estaba acostada, inerte”, dijo.

En 2016, el obstetra le dijo que la esterilización había sido decidida para salvarle la vida, pero Msibi no lo cree.

Las leyes sudafricanas prohíben la esterilización forzosa, pero los médicos no necesitan el consentimiento de la paciente cuando su vida corre peligro.

De acuerdo a Tamara Mathebula, quien lidera la CGE, en la mayoría de los casos identificados los profesionales de la salud explicaron a sus pacientes que la operación era necesaria “porque eres seropositiva, porque tienes tuberculosis, porque se piensa que tienes demasiados hijos”.

Sumado a ello, habrían manifestado que su estado socioeconómico les habría imposibilitado continuar teniendo hijos.

No obstante, “estas no son razones para ligar trompas o quitar el útero”, argumentó Mathebula.

Las mujeres también habrían sido amenazadas de no recibir atención médica si no firmaban los documentos que autorizaban la operación, mientras que otras se vieron obligadas a dar su consentimiento en momentos de “extremo dolor”, según la CGE.

Estar incompleta

Sin embargo, para Msibi no hubo consentimiento firmado en 2005. Decidida a aclarar el tema sobre su infertilidad, emprendió una larga batalla. Escribió a las autoridades sanitarias, a los responsables políticos y organizó una sentada.

Las autoridades “carecen de empatía. Son totalmente insensibles”, afirmó Msibi desde su sala de estar en un suburbio de Johanesburgo.

“No puedo cruzarme de brazos y aceptar que no tengo útero. Ni siquiera sé por qué. Siento que estoy incompleta”, admitió pensar.

Tras la publicación del informe de la CGE, el Ministerio de Salud aceptó reunirse con las denunciantes, un pequeño consuelo para las víctimas.

Sobre este tema, la cartera de gobierno es poco locuaz. “Se espera una respuesta de la CGE para un comunicado conjunto”, afirmó su portavoz, Lwazi Manzi.

Las mujeres amputadas tienen problemas en su vida privada. Algunas fueron “abandonadas por sus maridos porque ya no eran útiles para la reproducción”, explicó Mathebula.

Poco después de descubrir su infertilidad, Msibi y su pareja se separaron. “Quería hijos y yo no podía dárselos”, explica.