Según el afamado historiador Eric Hobsbawm, es posible entender dos definiciones de nación. La primera, heredera del pensamiento republicano-popular de la revolución francesa, comprende la idea de nación política, vinculada firmemente al Estado, que contiene el elemento de ciudadanía. La nación política es una concepción moderna, una “tradición inventada” para reforzar el sentimiento de unidad y pertenencia. En la segunda concepción de nación, que toma fuerza en la segunda mitad del siglo XIX, la diferenciación étnica y lingüística adquirió una importancia central. Fue esta segunda idea de nación la que inspiró los funestos nacionalismos europeos del siglo XX.
Hobsbawm —de larga militancia en el Partido Comunista de Gran Bretaña— reivindicaba la nación política inclusiva, una comunidad política autogobernada, que representaba al pueblo soberano contra la clase privilegiada, y rechazaba las consideraciones excluyentes de tipo étnico o lingüístico. El juicio de Hobsbawm respecto a la nación política coincide con la tesis del historiador Mario Góngora, que señala que en Chile el Estado fue formando la idea de nacionalidad chilena a lo largo de nuestra vida republicana. Góngora —de ideas conservadoras, aunque crítico de la dictadura militar en sus últimos años de vida— pensaba en un Estado-nación cuya justificación principal es el bien común, entendido como la provisión de ciertos bienes y servicios colectivos.
Debido a la idea de nación política como un fenómeno moderno y unido intrínsecamente al Estado, tanto Hobsbawm como Góngora encontrarían extraña la concepción de naciones preexistentes al Estado chileno que señala la propuesta constitucional. Dado que la nación política no distingue por consideraciones étnicas o lingüísticas, sino que es inclusiva y eminentemente política, el reconocimiento de naciones étnicas preexistentes al Estado no habría sido aceptada por ambos historiadores.
La idea de la plurinacionalidad es cuestionable además por su escaso apoyo incluso en los mismos pueblos originarios, en particular entre el pueblo mapuche. Los resultados de la más reciente encuesta especial del CEP, realizada en las regiones del Biobío, Araucanía, Los Ríos y Los Lagos, arrojaron que el Estado plurinacional tiene el apoyo de apenas un 12% entre los mapuches encuestados, mientras un 30% se inclina por la opción de un Estado multicultural y un 48% opta por un Estado-nación que no haga distinción de culturas, pueblos y naciones. Otras cifras de la encuesta son igualmente llamativas: un 45% se siente tan chileno como mapuche —contra un 11% que se siente exclusivamente chileno y un 17% exclusivamente mapuche— y un 76% de quienes se identifican como mapuche en zonas urbanas no hablan ni entienden mapudungun —siendo un 57% entre mapuches de zonas rurales.
Los resultados de la encuesta CEP deberían hacer reflexionar a quienes son partidarios de la plurinacionalidad. No hay entre los mapuches que habitan la zona al sur del Biobío una conciencia mayoritaria de una nación mapuche. Estos datos ratifican el encapsulamiento de la Convención Constitucional, que quedó atrapada en creencias que no le hacen sentido a una mayoría, ni siquiera a los sectores de la sociedad a los que decía reivindicar. Probablemente sea una de las razones de por qué el proceso constituyente, que se inició con un 78% en el plebiscito de entrada, ahora esté arriesgando su triunfo en el plebiscito de salida.
En un país donde la necesidad de cohesión social es un imperativo cada vez más urgente, reivindicar la nación política puede ser un vehículo para ayudar a recomponer el delicado tejido social de nuestro país. La cohesión social no depende exclusivamente de la distribución del ingreso y de la propiedad, sino también de compartir una conciencia colectiva, una normatividad común que de sentido a la vida en sociedad. Esa identidad compartida promueve la cohesión, la solidaridad y la cooperación entre iguales.
Favorecer una nacionalidad política como definen Hobsbawm y Góngora no equivale a intentar homogeneizar la sociedad descartando su diversidad. Tampoco implica negar la deuda histórica con los pueblos originarios. Significa reconocer que, más allá de las diferencias, compartimos un mismo suelo y destino, y que esa heterogeneidad encuentra cabida en un marco común: el Estado y sus instituciones, y la nación como comunidad inclusiva, una conciencia colectiva que aglutina, reconociendo las distintas culturas que habitan el territorio. En parte, esa también fue la promesa de la nueva Constitución: un texto que genere la lealtad de una gran mayoría de la sociedad a un marco común de derechos y obligaciones. Una promesa que, independiente del resultado del plebiscito de salida, quedará postergada para después del 4 de septiembre.