Sin lugar a dudas, la elección del domingo pasado marca la debacle del sistema político-partidario que nos ha gobernado durante los últimos treinta años. Se trata de un fenómeno comparable con dos ejemplos paradigmáticos de la historia reciente, como son los de Italia y Venezuela.

A comienzos de la década de 1990, el sistema político italiano –cuya base era el florentino acuerdo implícito de confrontación y colaboración entre la democracia cristiana y el partido comunista- colapsó debido a los casos de corrupción detectados por la justicia en lo que respecta a la DC y a la crisis del socialismo como alternativa después del fin de la Guerra Fría, lo que llevó al PCI a auto disolverse en 1991.

Ambos partidos se dividieron en agrupaciones menores y surgieron nuevas fuerzas políticas de sello nacionalista o regionalista. Con todo, el sistema se recompuso sobre nuevas bases y en ningún momento se vio en peligro la democracia representativa ni la crisis fue acompañada por un derrumbe económico.

En Venezuela, también a comienzos de 1990, el sistema bipartidista que le había dado estabilidad al país se desmoronó debido a la corrupción extendida. Ello llevó a la desaparición de las dos fuerzas principales, Acción Democrática (socialdemócrata) y Copei (demócrata cristiana), lo que abrió paso a los militares con Chávez a la cabeza, merecedores de una gran popularidad inicial.

El resto es historia. Hoy, el régimen dictatorial y corrupto de Maduro, que tiene al país en la ruina, ha demostrado que el remedio fue peor que la enfermedad.

Pero también en Chile se registró una crisis político-partidaria severa, previa al Golpe de Estado de 1973. Ocurrió en las elecciones parlamentarias de marzo de 1965, cuando la derecha sufrió una derrota que la tuvo al borde del exterminio. Sus dos partidos, liberales y conservadores, desaparecieron para dar paso al Partido Nacional, a fines de la década. El líder de la nueva agrupación provenía, sin embargo, de un movimiento nacionalista de extrema derecha. Ello le dio el sello al nuevo partido, que terminó radicalizándose en el contexto de la Guerra Fría y del triunfo de la Unidad Popular.

No está dicho que nuestro país tenga que repetir necesariamente alguna de las experiencias históricas descritas. Bien puede que incluso seamos pioneros –tal como lo fuimos en la década de 1970 del neoliberalismo- de un fenómeno mucho más profundo que ya se insinúa a escala global: el fin de la democracia representativa como la conocemos hasta ahora, de la mano del desmantelamiento de los partidos políticos como instrumentos de mediación y la generación de nuevas formas de control político y social.

Jorge Gillies
Académico Facultad de Humanidades y Tecnología de Comunicación Social
UTEM

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