Esta mañana cerca de la Universidad de Concepción, luego de terminado un interesante café bien conversado, caminaba hacia mi auto en la diagonal, cuando de pronto…

“¡Cáspitas!, debo sacar plata del cajero”.

Fui hasta el Santa Isabel te conoce, pero, aparte de no conocerme, los aparatos no tenían plata. El guardia me dijo que en el Mall del Centro existían cajeros. En el primer piso los equipos exhibían una larga fila de espera, así que subí al cuarto piso. Allí, en el patio de comidas, vi dos cajeros desocupados. “¡Maravilloso!”.

Saqué lo que necesitaba y listo. En eso sentí el llamado de la naturaleza y fui al baño. Hasta ahí todo bien. Habían unas 8 personas.

De pronto, entró un tipo de mi tamaño, con lentes, algo gordo, polera color pistacho, pantalón corto verde militar y zapatillas. En vez de hacer lo que se hace en los baños, se quedó en una esquina y me miraba de lejos.

¿Vendrá a vitrinear?, me pregunté.

Salí del baño y caminé hasta las escaleras mecánicas. Mientras bajaba, de reojo lo vi salir rumbo al ascensor, pero de pronto cambió de rumbo hacia las escaleras por donde yo iba.

Algo andaba mal.

Cuando bajé al tercer piso, reconozco que, sin mucho pensar, tomé la escalera que volvía a subir al cuarto, sin medir que en la mitad me cruzaría con él.

Como un Clint Eastwood cualquiera preparé mi mejor mirada desafiante, para captar sus oscuras intenciones. A medida que nos acercábamos, ninguno despegó los ojos del otro.

Al llegar arriba ya no tenía dudas, me querían asaltar.

Busqué a un guardia y no lo encontré, así que me escondí unos diez minutos en las boleterías del cine. Cuando decidí bajar, esperaba que en el primer piso el tipo ya no estuviera, pero ahí estaba.

Rápidamente, en vez de salir a la calle, me metí a Ripley, esperando que fuera todo una casualidad, que fueran inventos míos. Ahí esperé tras un alto de poleras en oferta cuando de repente se apareció el “Bad Duck” en la entrada. Me sentí como Vito Corleone con su bolsita de frutas cuando tardíamente detectó la emboscada… ¡capisce!.

Yo lo miré y el me miró.

Desde lejos, me apuntó con el dedo. Ya sabía que yo sabía.

“¡Mierda!”.

Apuré el paso dentro de la tienda hasta perderlo y por fin me encontré a un guardia jovencito que estaba en la salida de Barros Arana. Le conté lo que sucedía y me dijo que me quedara con él mientras llamaba a los guardias del Mall. Me advirtió, eso sí, que ellos solo me podían acompañar hasta la salida de las instalaciones.

Ante la posibilidad cierta de un asalto en plena calle, llamé al 133 con mi celular. Me dijeron que enviarían a una pareja de carabineros a ver la situación.

Terminaba esta acción cuando el malandrín, ante mi sorpresa, avanzaba justamente hacia donde yo estaba. “Ése es”, le dije al guardia, que se quedó adosado a mi.

El tipo pasó a centímetros sin mirarme. Cuando se alejó, el joven vigilante notificó por radio, “atención, andan operando acá los hermanos Canales”.

Los tenían identificados.

La espera se hizo larga, pero a los pocos minutos, apareció la pareja de carabineros.

Me dijeron que caminara hacia la salida y ellos me seguirían unos metros más atrás. Cual señuelo, como los que aparecen en las películas, avancé lento hasta la salida con una mano en la cartera como si tuviera un arma. Miraba de un lado a otro para ver si identificaba a alguno de los “malulos”, pero ya no estaban.

Cuando llegamos al auto, la pareja informó a la Cenco que iba a abordar mi vehículo. Al subir, el cabo me dijo, “cierre las puertas. Si lo siguen y lo impactan con un auto, siga conduciendo y nos llama”. Me sentí todo un chofer de camión Brinks, como si hubiera sacado millones del cajero.

Cuento corto (que ya no fue corto), nadie me siguió y llegué a la casa sin contratiempos, pero el susto que pasé se los encargo.

Moraleja: ojo en el Mall del Centro, hay que tener cuidado.

Luis Yáñez Morales
Periodista

Nuestra sección de OPINIÓN es un espacio abierto, por lo que el contenido vertido en esta columna es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial de BioBioChile