Como todos los pueblos indígenas de Chile y Latinoamérica, los mapuche han vivido siglos de violencia colonial y racismo, a través de formas que han ido variando históricamente. En este caso, ha sido durante el periodo republicano en que se dio un recrudecimiento de esta violencia, especialmente desde el proceso de ocupación de la Araucanía, que abrió una dinámica de desposesión, empobrecimiento, aculturación y migración forzada. En buena medida, ésta sigue abierta hoy, pues a pesar de las promesas de nuevo trato de los primeros gobiernos de la Concertación, e incluso de la ratificación del convenio 169 en el año 2008, se mantienen condiciones de violencia racista y colonial. Así pues, aunque con una situación un poco más distendida luego de la revocación de la medida cautelar de prisión preventiva y la finalización de su huelga de hambre, el caso de la machi Francisca Linconao es un vivo ejemplo de esta continuidad, especialmente por la evidente diferencia legal que existe entre su trato y el de otros de relevancia nacional.

En efecto, la actual es la quinta ocasión en que se ha revocado la prisión preventiva, a la que la machi ha vuelto una y otra vez a partir de la aplicación de la Ley Antiterrorista, cuya interpretación en la Araucanía plantea el requerimiento de unanimidad en la corte de apelaciones para la mantención del arresto domiciliario. Esta situación es injusta y arbitraria, toda vez que las pruebas en su contra son, cuando mucho, debilísimas, y que el mismo convenio 169 afirma la necesidad de priorizar medidas alternativas a la cárcel para casos como el de la machi, que son altamente sensibles para el pueblo mapuche, en tanto estamos hablando de una autoridad tradicional, íntimamente relacionada a una búsqueda por rescatar parte de la espiritualidad que ha sido históricamente negada en los últimos cinco siglos, y que ha sido un elemento central en sus procesos de reconstrucción y regeneración política y social. En ese sentido, el desenlace de esta coyuntura, que aún no se termina, puede encender una mecha difícil de apagar, en tanto mezcla de religión, política e identidad.

Ahora bien, lo anterior evidencia la forma de abordar el problema por parte del Estado chileno en las últimas décadas, que ha negado sistemáticamente su carácter político, tratándolo como puramente delictual y, más específicamente, terrorista. Con ello, toma una perspectiva que tiene mucho de la doctrina de seguridad nacional, usando como principal arma la ley antiterrorista emanada de la dictadura civil y militar.

Más allá de la necesaria crítica a dicha ley, y específicamente a su uso en la criminalización de la reivindicación territorial mapuche, es necesario hacer notar algunos aspectos profundamente problemáticos que se desprenden de la coyuntura actual. En primera instancia, está la negación de la especificidad mapuche como argumento para desactivar el conflicto, lo que ha sido planteado por autoridades del Estado tanto para negar la demanda territorial como para relativizar la situación de la machi Francisca Linconao. Al mismo tiempo, sin embargo, existe un trato a todas luces diferenciado en términos judiciales, policiales y de seguridad, mediado por continuas acusaciones de racismo y abuso por parte de las fuerzas de orden de la zona, situación que se encarna en periódicos vejámenes que muchas veces han tenido resultados fatales. En ese sentido, se da una paradójica operación que, mientras por un lado reconoce la existencia de una demanda territorial, reprimiéndola de forma explícita, por otro niega la existencia de la misma, a partir de la búsqueda por disolver lo mapuche en lo chileno. En el caso de la machi Francisca Linconao, esta lógica se ha mostrado evidente en las declaraciones de Michelle Bachelet, quien afirmó que este era un caso llevado por la justicia, por lo que ella no se pronunciaba, no obstante el Ministerio del Interior es parte de la querella en cuestión.

A lo anterior debemos agregar un elemento, que hace aún más problemática la negación de la especificidad mapuche en el conflicto territorial, como es el reconocimiento cultural y la alta consideración que el Estado tendría de “nuestras culturas originarias”, que marcarían un elemento bien significativo de las políticas culturales y educativas nacionales. Sin siquiera entrar en la ejecución de éstas, su sola concepción tiende a asumir una perspectiva que usualmente colinda con una consideración del indígena como una suerte de “fósil viviente”, término utilizado en las últimas jornadas caribeñistas, en que se trató el problema del racismo en el contexto continental, entre otras, por la activista maya-quiché, Aura Cumes, que encarnaría una serie de elementos de un pasado que llega petrificado hacia nuestro presente, dificultando la posibilidad de estos pueblos para actualizarse o modernizarse, esto es, de sacudirse de los estereotipos de “lo indígena” en Chile y el continente. De ahí la disolución de “lo mapuche” contemporáneo en lo chileno: su cultura originaria sólo es relevante en tanto parte constitutiva de lo nacional, pero ya habría perdido el dinamismo que sí pareciera tener “lo chileno”. Por eso, la victoria judicial de la machi Francisca Linconao contra las forestales en el 2009 resulta tan problemática para la perspectiva estatal desplegada desde el primer gobierno de Bachelet (con respecto al actual, recordemos el año nuevo que el ex ministro Jorge Burgos pasó en un destacamento de carabineros en Pidima), pues implica una concepción de lo indígena que pone la reivindicación de su cultura en relación a reclamaciones territoriales y en conflicto con intereses empresariales, algo totalmente contradictorio a las políticas de reconocimiento cultural desligadas del problema de la autonomía o autodeterminación, que inevitablemente implica redistribución territorial.

Muy vinculado a lo anterior, se encuentra la continua negación del estatuto de sujeto político autónomo al pueblo mapuche que, a pesar de su heterogeneidad interna, tiende a tener un horizonte más o menos común, relativo a la superación de la condición colonial y a la necesidad de su autodeterminación. Contrario a estos afanes, muchas veces se ha restringido a este pueblo a la posición de objeto de estudio, de veneración, de pureza perdida, de mercancía o, en este caso, de castigo ejemplar.

En este contexto, la necesidad de una reconstrucción histórica del pueblo mapuche ha sido del todo necesaria para la regeneración de un movimiento fuerte y políticamente relevante –proceso que, por supuesto, también ha sido motivo de importantes disputas internas. En ese marco, la relevación y reactualización de ciertas tradiciones ha sido fundamental. Todo lo anterior parece indisociable del ejercicio del derecho a la autodeterminación y autonomía, consagrado en el mencionado convenio 169 de la OIT.

Lamentablemente, la acción de los gobiernos de la Concertación ha tendido hacia el lado opuesto, fomentando con frecuencia concepciones ahistóricas y despolitizadas de lo mapuche, pero fundamentalmente tomando partido por las forestales y los intereses empresariales que se encuentran en la zona. Esta lógica de subalternización, por cierto, se vislumbraba ya durante la ocupación de la Araucanía, a finales del siglo XIX. Desde ese entonces, también se replica –aunque de forma heterogénea en el tiempo- una concepción nacional unitaria que se encuentra anclada en paradigmas decimonónicos y racistas, la cual hoy requiere de forma urgente un debate que busque repensar la relación entre nación y Estado desde otro paradigma.

De este modo, las tensiones descritas han ido estirándose de forma progresiva, al punto que hoy se encuentran en un punto crítico. El papel que cumple la machi como autoridad espiritual tradicional es central para las autoconcepciones de buena parte del pueblo mapuche contemporáneo, y su situación ha dificultado tanto el cumplimiento de su rol como del convenio 169. Además, su figura encarna la posibilidad una vía más institucional para el desarrollo del conflicto mapuche, que el actual panorama claramente obstaculiza. De hecho, la machi ha recurrido en dos ocasiones a la justicia, ganando sendos juicios. El primero hizo efectivo por primera vez en Chile el ya mencionado convenio, y en el segundo la absolvieron de la participación en el crimen de los Luchsinger-Mackay, dictando el pago de una indemnización de 30 millones de pesos. Ante ello, el Estado chileno parece apostar por la derrota policial del pueblo mapuche en lugar de mediar institucionalmente el reconocimiento de sus derechos políticos.

En ese sentido, aunque se haya modificado la medida cautelar, la invocación de la ley antiterrorista por su involucramiento en el caso Luchsinger-Mackay, del cual ya fue absuelta previamente; la absoluta falta de pruebas contundentes que la relacionen con el mismo; las ideas y vueltas a la prisión preventiva, mediada especialmente por la tozudez de Luis Troncoso, y, finalmente, el delicadísimo estado de salud de la machi, han hecho de ésta, un escenario muy complejo, que lamentablemente seguirá marcando el conflicto mapuche.

Así, más allá del final de la huelga de hambre y de su arresto domiciliario, la situación de la machi es sintomática de la compleja situación del pueblo mapuche, que ha sido negado de sus derechos más elementales por el Estado de Chile, a partir de la sobreposición, una vez más, de los intereses de las grandes empresas por sobre una mayor democracia y el ejercicio de la posibilidad de reencauzar el desarrollo de la Araucanía, donde el pueblo mapuche debiera tener una centralidad, acorde a la legalidad internacional, de la cual Chile participa. Para ello, es necesario un diálogo a largo plazo que pueda procesar políticamente las diferencias existentes entre los diversos actores involucrados en el conflicto. Por lo mismo, y debido a la reticencia del Estado y los grandes poderes económicos allí involucrados para el logro de lo anterior, se requiere que los actores mapuches y no mapuches (con la prioridad que corresponde a los primeros) que compartan la necesidad avanzar en un camino transformador, logren cimentar aquellos puntos en los que ya existe acuerdo –por ejemplo, la afirmación de la especificidad mapuche e indígena, en general; la insuficiencia del reconocimiento puramente cultural; la revisión de las prácticas judiciales, policiales y de seguridad dentro de la región, y la necesidad de redistribución territorial-, con el objetivo de propiciar las condiciones para abrir camino a un proceso de cambios que permita un verdadero ejercicio de los derechos indígenas en nuestro país.

Enrique Riobó
Historiador, Fundación Nodo XXI

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