Un buen día de agosto de 2015, luego de una fatal ruptura y una soledad que prometía acompañarme por largo rato, instalé en mi teléfono algo que me sugirió un gran amigo y que me cambiaría la vida para siempre. Se trata de Tinder, esa frívola aplicación de ligue por descarte que puede pasearte de la mentira al amor a través de una corazonada.

Sin ninguna expectativa de encontrar a esa persona que me hiciera enloquecer de amor, comencé a deslizar hacia la derecha o izquierda caras que me llamaran la atención o esas biografías que me dijeran algo más interesante.

Al principio no le agarraba el ritmo. A veces había dado like a tantas personas que cuando lograba un Match no sabía quién era y por qué le había confiado “mi corazón”, por lo que me deslizaba entre sus atributos para ser “digna” de mi selección.

Entre conversaciones iba descartando. Cuando no tenían nada que decir o lo que decían no era de mi interés iba abandonando corazones, mientras que otras más osadas me invitaban a una cita a la primera o pedían el WhatsApp para mandar fotos. Y, como no estaba buscando sexo, sino una pareja de vida (quizás algo impensable por este medio), las eliminaba de mis “conquistas”.

Luego de citas infructuosas –una dama de compañía que usaba la aplicación para conseguir clientes, una persona totalmente distinta a las fotos, otra que me buscó un lío con su pareja y hasta la pedida de matrimonio en la primera salida– consiguieron que diera por muerta la utilidad de esta aplicación, la que utilizaba sólo en consideración a mis horarios laborales y la incapacidad que tengo para llegar solo a un sitio y lograr conversar con alguien.

Daniele Pesaresi (CC) Flickr
Daniele Pesaresi (CC) Flickr

Mientras sucedía todo esto, había una chica que se tomaba su tiempo en responder: a veces tardaba hasta 3 días, lo que hizo que fuera interesante. Ella fue sincera de inmediato y me dijo que estaba bastante ocupada estudiando su segundo postgrado, trabajando, cuidando a su abuela enferma y, como conductora responsable, no escribía mientras conducía, así que se tardaría en responder (y claro, yo no estaba entre sus prioridades).

Una mañana, harto de esperar a que me responda, le estampé mi número telefónico y le dije que me llamara cuando tuviese algunos minutos para regalarme. Y hasta el segundo día fue cuando escuché esa hermosa voz que me hizo temblar el piso y que me dijo: “Debes estar preguntándote qué hago en Tinder si no tengo tiempo ni siquiera para responder. Yo también me lo pregunto”.

Lo único que se me ocurrió decirle fue: “Me siento afortunado de que tengas tiempo para mí”. Acto seguido, me sentí tan baboso que le pedí disculpas y ella me dijo que le pareció que no tenía que hacerlo, que había sido demasiado tierno, para luego contarme que tenía la tarde libre. Lo único que pensé fue ir al cine y aceptó.

Llegó 1 hora antes de lo planeado y yo todavía estaba escogiendo cuál camisa ponerme, así que me tocó apurarme. Llego a la boletería y allí estaba, sentada leyendo una guía. No daba crédito a lo que mis ojos veían. Me congelé. Era una belleza sin precedentes: un imán que atrajo toda mi ansiedad y que me dejó flechado.

Después de presentarme tímidamente, pasé a comprar las entradas y, cuando ya estaba a punto de pagarlas, detuvo la transacción asegurando que ella pagaría su boleto. Cuando le dije que yo invitaba, me refutó diciendo “yo puedo pagar, no tienes ninguna responsabilidad de hacerlo”. Insistí, y estuvo de acuerdo solo cuando acepté que entonces ella invitara el café luego de la película.

Justo ahí fue cuando entendí dos cosas: además de ser una hermosa e inteligente mujer, era autónoma, y, por si no fuera suficiente, ya estaba asegurándose pasar más tiempo conmigo.

Luego de ese café y 18 meses, vivimos juntos y le acabo de pedir matrimonio… y me dio un super like.

Neda Andel (CC) Flickr
Neda Andel (CC) Flickr