De las más de 1.000 personas que desaparecen cada año en Bolivia, unas 300, en su mayoría adolescentes, son víctimas de trata. Pero la prostitución ilegal alcanza también a muchas otras menores que caen en la espiral del sexo por dinero frente a una policía que no da abasto para combatir la situación.

“- 50 bolivianos, te ayudo para empezar. Con oral es más.

– ¿Dónde es?

– Esa puerta roja del garaje”.

50 bolivianos -moneda local del país altiplánico-, 6 mil pesos chilenos, por “pieza”. Es decir, servicio sexual. Servicio completo, añade la joven. Álvaro parece ser un cliente como los demás, que ha venido a este barrio con su amigo Bernardo para tener relaciones sexuales con prostitutas.

En Bolivia, la profesión es legal mientras las trabajadoras ejerzan en prostíbulos declarados. Pero, obviamente, no es el caso de las jóvenes que están en la acera esta noche. En esta avenida 12 de octubre, el distrito rojo de la ciudad de El Alto, decenas y decenas de hombres esperan su turno haciendo fila frente a mujeres que ofrecen sus cuerpos por apenas unos pocos billetes.

En realidad, Bernardo y Álvaro son trabajadores sociales de la organización Munasim Kullakita. Están aquí para observar la dinámica callejera. Van a lo que llaman “puntos estratégicos”.

“Aquí trabajamos con los que llamamos los constructores que en realidad son un medio de comunicación para nosotros. No podríamos presentarnos como trabajadores sociales directo a las chicas, porque hay unas redes bien grandes, y sería peligroso”, explica Bernardo.

Violencia sexual comercial

Un trabajo en el terreno esencial para, entre otras cosas, detectar a las más jóvenes. Todo el equipo de Munasim es unánime: no se debe hablar de prostitución cuando son menores de edad, sino de violencia sexual comercial, una de las formas de trata de seres humanos, que existe también bajo otras formas, como por ejemplo las tareas domésticas forzadas.

Annelise forma parte del equipo que hace este trabajo de calle cada semana: “Muchas de ellas piensan ser trabajadoras sexuales. Pero no es así, son víctimas de violencia sexual comercial. Dicen que han elegido este trabajo. Nosotras las identificamos, y de ahí empieza todo un proceso, les explicamos que no está bien lo que hacen, que es un delito penal”, detalla.

Violencia sexual comercial es lo que ha sufrido la mayoría de las adolescentes que viven en el hogar de Munasim Kullakita. Desde fuera, nada permite adivinar que se trata de un hogar para jóvenes. Es una casa como las demás, en una avenida vacía de la ciudad de El Alto. Ni siquiera el timbre indica nada.

Aquí se desconfía del mundo exterior, que siempre fue un peligro para estas chicas. “La mayoría del tiempo vienen de familias problemáticas, con padres alcohólicos que fueron sus proxenetas, por un tema de necesidad económica. Entonces buscamos un referente en la familia ampliada, un tío, una abuela, alguien que las pueda ayudar”, comenta Elizabeth Velasco, la directora del lugar.

“Trabajar de cualquier cosa”

Seis meses es la duración “ideal” para quedarse en el hogar, para recibir una atención integral, médica, psicológica, social. Pero algunas viven aquí ya desde hace varios años porque no tienen a quien acudir.

La fundación privada Munasim Kullakita realiza un trabajo de servicio público, ningún hogar a nivel municipal está especializado para recibir menores de edad. Cada año la policía boliviana recibe alrededor de 500 denuncias por trata de personas, y hay muy pocos espacios en los hogares a nivel nacional.

Hoy es día de fiesta. Es la ch’alla, un ritual aymara para bendecir un lugar agradeciendo a la madre tierra. Las chicas inflan globos, decoran el patio y se trenzan el pelo. Les cuesta manejar sus emociones, pues tienen entre 10 y 17 años… y la mayoría fueron prostituidas.

Rita tiene 15 años y su historia es aterradora. Empezó a tener relaciones sexuales por dinero a sus 12 años. “Era la vida difícil. Había que trabajar día a día para ganarnos un plato de comer. Había intención de trabajar de cualquier cosa para ayudar a mi madre. Cosas legales, cosas ilegales. Vender cosas blancas. Una amiga me dijo. Esperé una semana y le dije que sí. Fui a hacer pieza. Estaba desesperada y quería sobre todo apoyar a mis hermanos. Son cinco”, relata.

Las condiciones de trabajo eran difíciles: “Cuatro euros (3.500 pesos chilenos). Pero no ganaba tanto porque tenía que dar todo al jefe y él después me pagaba a mí. Algunos me obligaban a hacer horarios estrictos… Uno me pegó un día diciéndome ¿por qué no trabajas bien?”, recuerda la joven.

Niñas raptadas

Rita fue víctima de trata, pero no sustraída de su entorno. Otras, al contrario, son raptadas: más o menos 300 cada año.

A unos cuantos kilómetros del hogar, en un barrio popular de la ciudad de El Alto, Lidia Ramos recibe a Radio Francia Internacional en su casa. Su hija Juliva desapareció hace ocho años, y la investigación la hizo ella con su familia.

“Hemos rastreado sus llamadas telefónicas del día de su desaparición y una llamada iba a un prostíbulo en Miraflores. Igual al final de la tarde recibí un mensaje de su celular diciendo ‘estoy en una entrevista de trabajo’. Pero no era su letra, mi hija no escribía con errores”, cuenta.

Lidia denuncia las fallas del sistema: “¿Cuántas madres están en la misma situación que la mía? Para mí la policía no hizo mucho. ¿Por qué? Porque cuando un investigador avanza, avanza, avanza, y de repente le cambian. Hay que hacer todo de nuevo”.

Desconfianza en la policía y la justicia

Y no tiene miedo de decirlo: a la policía no sólo le falta profesionalismo, sino que es corrupta. “No hay que confiar en los policías. Tienen sus contactos en los prostíbulos. Y se sabe que algunos hasta son propietarios de estos lugares”.

Ella y otras madres de familia formaron una asociación para apoyarse en la búsqueda de sus hijas desaparecidas. Entre ellas está Marcela Martínez, la madre de Zarlet, desaparecida hace 10 años. Se la ve en la televisión, la entrevistan en las radios y su foto aparece en los diarios.

Está convencida de que su hija Zarlet está viva, en algún lugar del mundo. Y Marcela, igual que Lidia, no tiene ninguna confianza en la policía y aún menos en la justicia boliviana. Siendo abogada, sabe mucho del tema.

“No sirve de nada ser buen abogado, tener buenos diplomas, si no dan la famosa coima. Yo nunca quise darla. Lo que hago es ir con los medios detrás de mí para asegurarme que se va a hacer justicia. No quiero participar a este fenómeno de la corrupción. Pero, por esta razón ya cerraron mi caso cuando las instancias internacionales lo dicen claramente, no prescribe el delito de trata. Pero cuando voy a encontrar a mi hija, les voy a hacer un juicio a cada uno de los fiscales que han cerrado mi caso”, enfatiza.

Según un relator especial de la ONU, que vino en 2022 a Bolivia por “cuestionamientos a la independencia judicial”, hay una “seria brecha” en el acceso a la justicia en el país. Y es que la corrupción está viciando todo el aparato judicial boliviano… y los casos de trata de personas no son la excepción.