Los chilenos vivimos una época curiosa. Por una parte, vemos cómo el mundo -sobre todo Europa- debate qué hacer con la creciente crisis humanitaria de refugiados provenientes de África y Oriente Medio, quienes huyen de zonas en conflicto buscando salvar sus vidas.

Piensen que sólo el año pasado se alcanzó una cifra récord de más de 65 millones de personas obligadas a abandonar sus hogares, de las cuales sobre 21 millones cruzaron fronteras para escapar de sus países natales, según cifras de la Agencia para Refugiados de la ONU (UNHCR).

Y para nosotros, al convertirnos en una de las economías más estables del continente, debemos lidiar también con los efectos de ser una nación cada vez más atractiva para inmigrantes que buscan un mejor futuro, como quienes provienen de Perú, Ecuador, Colombia, Haití o Venezuela.

Discusiones que van desde otorgar beneficios sociales a los recién llegados hasta implementar políticas inmigratorias más estrictas, pasando por quienes preferirían, prácticamente, cerrar nuestras puertas.

Por ello resulta importante también mirar nuestro pasado y recordar que, no hace mucho, los chilenos también fuimos una nación de refugiados.

Esto es lo que hizo el medio sueco The Local, al recordar que el mayor grupo de refugiados que la nación escandinava ha albergado en su historia no son afganos -cifrados en cerca de 35 mil personas- sino los chilenos, cuya comunidad alcanza hoy más de 50 mil nacionales o descendientes directos.

De hecho, hay más presencia chilena en Suecia que de sus vecinos británicos. La cifra sólo fue superada durante la segunda guerra mundial, cuando abrieron sus fronteras para recibir, temporalmente, a 70 mil niños finlandeses.

¿Cómo un país de 10 millones de habitantes -y octavo en el índice de prosperidad Legatum– termina con un 0.5% de su población proveniente desde el extremo opuesto del mundo?

Pues, gracias a la “Beca Pinochet”. Y no precisamente la que disfrutó Tito Matamala.

1973 y 1983: las dos grandes oleadas de refugiados chilenos en Suecia

Fredrik Sandberg | The Local
Fredrik Sandberg | The Local

En un giro curioso para un país cuya tradición vikinga los llevó durante siglos pretéritos a invadir países lejanos, en muchos casos para establecerse, Suecia recibió dos oleadas de “invasión” chilena.

La primera ocurrió tras el derrocamiento de Salvador Allende en 1973. La violencia que siguió al Golpe de Estado llevó a miles de refugiados a buscar asilo político en Suecia. ¿Por qué allí? Porque el gobierno del socialdemócrata Olof Palme había sido uno de los principales aliados europeos de Allende, al punto de entregarle 60 millones de coronas suecas como financiamiento entre 1972 y 1973.

(Al cambio actual, casi 6.5 millones de dólares).

(Yep, mucho dinero).

“Llegaron debido a sus ideas políticas y por lo que estaba sucediendo en Chile. Gran parte de ellos eran intelectuales. No quiero generalizar, pero la mayoría tenían un alto nivel educacional y eran personas de importancia política que huyeron debido a la violencia”, explicó al medio Cristián Delgado, uno de los directores de la Asociación Sueco-Chilena.

Pero aunque los suecos fueron generosos en recibir a los refugiados chilenos, esto no significó que las cosas fueran fáciles para ellos, sobre todo por el idioma.

“Es un idioma especialmente difícil para muchos chilenos. Hay algunos que llegaron en ese entonces que aún tienen dificultad en dominarlo. Te das cuenta de que son personas que tenían un idioma diferente. Incluso conozco a profesores que hacen clases aquí y se les nota”, añade Delgado.

“Otro desafío fue aceptar que eras alguien que había huido o fue expulsado de su país. Puede que allá tuvieras un buen trabajo o buena educación, pero eso no contaba cuando llegabas aquí. Aquí tenías que trabajar de mesero“, sentencia.

Luego, en los 80, y sobre todo tras la crisis económica de 1983, llegó una oleada diferente: quienes buscaban amparo de la pobreza imperante en Chile por aquellos años.

“Este nuevo grupo llegó porque el país estaba sufriendo. La gente escapaba intentando tener una vida mejor, además de un mejor entorno social ya que la represión económica en Chile, por entonces, era muy fuerte. Muchos de ellos ni siquiera tenían educación pero trabajarían por tenerla, y los suecos se los dieron. Aquí había trabajo. Venías y podías trabajar. Esa era toda la diferencia”, agrega Delgado.

Tras la recuperación de la democracia, muchos chilenos optaron por regresar a nuestro país, pero según la Oficina de Inmigración Sueca, más de 27 mil optaron por quedarse. A ellos se suman 8.300 hijos de padres chilenos nacidos en suecia, y 15 mil que nacieron de al menos un padre chileno.

¿Por qué a los chilenos les fue tan bien en Suecia?

Su-Lin | Flickr
Su-Lin | Flickr

Quizá uno de los enigmas más importantes de este desembarco chileno en Suecia es cómo una población tan grande, con una cultura tan distinta, pudo fusionarse tan bien en tierras tan lejanas.

Cristián Delgado cree que si bien por fuera los genes pueden hacernos lucir distintos, en realidad nuestras tradiciones no son tan diferentes.

“Cuando la gente me pregunta qué comunidad extranjera es la que mejor se ha integrado en Suecia, les digo que sin duda son los chilenos. Tenemos una cultura muy similar. Somos personas de gran corazón, con la cual es fácil llevarse, democracias similares e incluso infraestructura. Además somos seculares aquí en Suecia, y dado que muchos de los chilenos que llegaron eran de izquierda, tampoco eran muy religiosos que digamos”, explica.

Pero la Suecia actual, convertida en una nación multicultural, parece ser cada vez más quisquillosa no con quienes puedan ser distintos sino con quienes lucen distinto.

“Creo que el problema que tenemos en Suecia ahora es que se está poniendo mucho énfasis en diferenciar a la gente. Yo llegué a este país cuando tenía 8 años, por lo que hablo y escribo mejor en sueco que en español. Sin embargo cuando converso con alguien, una de las primeras cosas que me pregunta es de dónde provengo. Les respondo ‘soy de Suecia’, pero la gente se queda mirando el color de tu pelo y de tus ojos”, indica Delgado.

“Tengo dos hijos aquí con mi esposa chilena. Cuando sean mayores, si la sociedad sueca no cambia, les harán la misma pregunta. ¿Y qué podrían responder? Van a tener un conflicto de identidad sólo por sus nombres, por su color de ojos o su cabello”, finaliza.

¿Alguien más puede ver la ironía aquí?…