Un muchacho de rictus tímido espera al borde de la línea de cal el llamado para saltar a la cancha a demostrar sus condiciones. Está nervioso, nunca antes había visto tantos niños juntos. Es su primera vez en Dakar (la capital de Senegal) y sabe que a lo mejor no va a tener otra oportunidad. Vio que el hombre a cargo de la prueba masiva se acercó a él.
– ¿Estás aquí para la prueba?, le dijo con tono intimidante.
– Sí.
– ¿Con esos zapatos? ¿Cómo puedes jugar con ellos?

El hombre clavó la mirada en esos zapatos viejos, ajados. Una mueca le cruzaba el rostro. Siguió inspeccionando al joven y le preguntó por sus shorts: “¿Y esos pantalones cortos? ¿No tienes pantalones cortos de fútbol?”. El chico, digno y sin perder la compostura, le respondió que vino con lo mejor que tenía. Sin decir más, entró a la cancha. Anotaron su nombre en una ficha: Sadio Mané.

Su historia arrancó en una humilde y pequeña aldea de Bambali, al sur de Senegal. Eran muchos hermanos y la plata no alcanzaba para todos. Ni siquiera se podía permitir el “lujo” de ir a la escuela. Sus papás, acogotados por las deudas, decidieron que se fuera vivir con un tío.

Para él, eran cosas de adultos, mitigaba la pobreza con el fútbol. Desde la mañana hasta que las sombras de la noche iniciaban su danza, Mané se la pasaba levantando partículas de tierra con una pelota pegada al pie. “Desde que tenía dos o tres años recuerdo estar siempre con la pelota. Veía niños jugando en la calle y me unía a ellos. Así es como empecé, solo en las carreteras. Cuando crecí, iba al estadio especialmente cuando jugaba el equipo nacional”, contó en una entrevista concedida cuando la suerte le había cambiado bastante.

El niño tenía diez años cuando Senegal se clasificó por primera vez a un mundial. Una alegría espumeante impregnaba a todo el país. Los “Leones de la Tarenga” cayeron en un grupo bravísimo: la campeona del mundo, Francia; Dinamarca y Uruguay. Nadie esperaba nada de ellos. Pero el gol de Papa Bouba Diop ante los galos fue el inicio de un viaje mágico que acabo en la prórroga de los cuartos de final ante Turquía. Sadio se sentaba frente al televisor, envuelto en el relato épico de los comentaristas, alucinando con Aliou Cissé, Henri Camara, Khalilou Fadiga, Salif Diao y Papa Bouba Diop.

El Mundial fue el impulso definitivo. Sadio, con las imágenes de sus héroes desfilando en su cabeza, estaba decidido a ser el mejor. Pronto se dio cuenta que Bambali quedaba desbordaba por sus sueños de gloria, así que pidió irse a probar suerte a la gran capital. Pero su familia no estaba muy convencida del derrotero del niño. Para ellos lo más importante era la religión y un hijo fuera de la ciudad parecía descabellado. El niño se dio cuenta que tenía que convencer a su tío, su gran valedor. Él intercedió ante los papás.

La familia vendió todo lo que tenía en sus granjas para poder costear el viaje. Pero no solo ellos, casi toda la aldea puso lo que pudo para que Mané cumpliera su sueño. Al llegar se acomodó con una familia que no conocía y que lo acogió a cambio de unos pesos. Al día siguiente, se fue a probar a la academia.

El ojo desconfiado y la pose petulante del hombre que lo recibió desaparecieron cuando Mané tocó la pelota. Había algo especial en el muchacho de mirada diáfana. “El vino a mí y me dijo ‘te voy a buscar de inmediato, jugarás en mi equipo’”, contó el hoy futbolista del Liverpool. En apenas dos temporadas clavó 131 goles.

Un grupo de scouts franceses estaban recorriendo África, el semillero que alimenta su liga. Cuando llegaron a Dakar les dijeron que había un delantero con pasta de crack. Lo fueron a ver y quedaron obnubilados. El muchacho de catorce años era pura gambeta, velocidad y gol. En los informes que hicieron dejaron registro de dos cosas: Mané era el más talentoso del equipo y también el más pobre.

Le ofrecieron ir a probarse al Metz, de la Ligue 1, un equipo que esculpido a varias joyas antes de lanzarlas al estrellato. Para él, era como ganarse la lotería, aunque algo le daba vueltas en la cabeza. Mané recordó todos los reparos que puso su familia para dejarlo ir a la capital y, antes de que las dudas lo atenazaran, tomó la decisión. Un día llamó a su mamá y le dijo: “Hola, mamá. Estoy en Francia”.

A poco de llegar tuvo una lesión que lo alejó de las canchas. Estaba solo, en una ciudad desconocida, en un país con costumbres muy distintas a la de su aldea, sufriendo con el frío y sin mucho dinero para llamar a casa. Antes de que la nostalgia lo carcomiera, recordó porque estaba ahí: “Extrañaba mi hogar porque todo era muy diferente a lo que había en Senegal y especialmente en mi pueblo, no fue fácil. Pero no tenía ninguna duda en mi cabeza porque mi sueño era convertirme en futbolista profesional”.

Debutó con el Metz y, al cabo de un año, fichó por el Red Bull Salzburg de Austria. Ya lucía músculos cincelados por largas horas de gimnasio y el mohicano que le da aire de chico rudo. Con Roger Schmidt en el banco, Mané explotó lo mejor de su juego. El senegalés imponía vértigo con una conducción exquisita, rompiendo líneas con sus aceleradas y, como buen extremo moderno, llegando con frecuencia al gol.

La Europa League le permitió mostrarse al continente. El Southampton se lo llevó después de coronarse campeón en Austria. Mané parecía hecho para la Premier League, la liga que lo hacía soñar de niño. Su ritmo frenético, su potencia y su tentación por el uno contra uno encajaban perfecto en la cultura británica del fútbol. Y así fue. En dos años con “The Saints” demostró sus quilates y desembarcó en el Liverpool de Jurgen Kloop.

“En mi cabeza sabía que venía a un equipo que me quería, con un entrenador que me conocía y que me trata como a un hijo”, declaró el senegalés. En Anfield dejó la mala costumbre de llegar tarde a los entrenamientos y volvió a la modestia que le permitió llegar a la élite del fútbol mundial. Se fue llenando de distinciones individuales y junto a Firmino y Mohamed Salah conforma unos de los tridentes más filosos del planeta.

Con su selección ascendió del infierno al cielo. Tras fallar el penal decisivo en cuartos de final de la Copa Africana de Naciones, su casa fue destrozada. Su familia tuvo que salir disparada antes de que los atacaran. Ni las lágrimas del ariete calmaron a la turba. Sin embargo, no se dejó amedrentar y se erigió en el faro que guío a su equipo a un nuevo mundial. En Rusia, espera ilusionar a un país tal como lo hicieron sus héroes dieciséis años atrás.