Iban a ser las siete de la tarde del 16 de abril de 2016. Las calles de Manta (Ecuador), la ciudad más grande de la provincia de Manatí, sobreviven al taco de la hora punta. Algunos ya llegaron a casa del trabajo y otros salen a gozar la noche. Un hondo rugido alteró esa confortable cotidianeidad. Los autos se bambolean, la gente grita y corre sin dirección, la loza cae de los muebles, saltan chispas del tendido eléctrico, las construcciones colapsan y barrios enteros quedan reducidos a escombros. El terremoto de 7,8 grados dejó al menos 670 fallecidos.

El estadio del Delfín Sporting Club, el humilde club fundado en 1989, se transformó en centro de acopio. El equipo había vuelto el año anterior a la Primera División ecuatoriana tras catorce años, seis de ellos en tercera categoría, un viaje por el infierno que parecía haber llegado a su fin.

Con el sismo, la incertidumbre los volvió a atenazar. El titánico esfuerzo por ascender se podía ir al traste en solo una temporada. Una de las tribunas de su estadio tuvo que ser demolida y dos jugadores extranjeros, carcomidos por la angustia de una réplica, decidieron abandonar el país.

“La verdad, una desesperación total, estábamos concentrando con el equipo de Delfín en la ciudad de Manta… nada, se escuchaban las quebraduras de las vigas, los gritos de las personas, en lo personal vi gente atrapada, ha sido algo muy traumático para uno”, declaró en esa ocasión el argentino Maximiliano Barreiro, quien no aguantó y se terminó yendo al Necaxa. Su compañero Rodrigo Canosa regresó a su natal Uruguay para jugar en Cerro.

Contra el mal augurio, apareció la entereza y el temple. El Delfín resistió, por su gente y por ellos mismos. Fue acechado por el descenso, pero terminó décimo en la primera etapa del campeonato y octavo en la segunda, asegurando su permanencia en la división de honor de su país. En la temporada siguiente dieron un batacazo.

En una ciudad aún convaleciente, con las cicatrices del sismo del año anterior tatuadas en sus muros y en sus habitantes, el fútbol produjo una energía efervescente que ayudó a lidiar con la tristeza, una excusa para escaparle por 90 minutos al drama. Las calles se impregnaron de azul y amarillo, la gente se peleaba las entradas al estadio y los niños soñaban con un golazo como los de la “Tuca” Ordoñez, el nuevo héroe de los domingos. Un vendedor decía que podía ganar 150 dólares por día vendiendo artículos de los “cetáceos”.

Los dirigidos por el charrúa Guillermo Sanguinetti agarraron vuelo, tumbaron a varios de los capos del fútbol ecuatoriano y se metieron en la pelea por el liderato. Los hinchas se ilusionaban con una campaña como la del ’90 o la del ‘93. Sin embargo, la realidad superó sus fantasías. Lo del Delfín no era una racha de buena suerte y lo demostró encadenando 21 partidos sin perder.

“El terremoto nos dejó partidos, muy dolidos, pero a través del fútbol ayudamos a levantar nuestra provincia. Somos el orgullo de Manabí”, declaró en entrevista a El Telégrafo el presidente del club, José Delgado, quien confidenció que su presupuesto anual no llegaba a ser ni el 25% de lo que gastaban Emelec, Barcelona de Guayaquil o la Liga de Quito.

Un inolvidable 4-1 sobre la Liga hizo que el Delfín se adjudicara la primera etapa del Campeonato Ecuatoriano, lo que le dio derecho de jugar la final del torneo ante Emelec. El poderoso cuadro eléctrico hizo pesar sus quilates y se impuso holgadamente en los dos partidos. La tristeza por la final perdida se evaporó rápido en Manta, agradecida con un grupo de jugadores que le coloreó la vida en tiempos oscuros. No era tiempo para lamentos. Por delante asomaba un desafío que hace poco parecía una quimera: la Copa Libertadores de América.

El Delfín fue goleado en la última fecha por el Atlético Nacional en Medellín y en su debut no pasó del empate ante el Bolívar como local. El partido ante Colo Colo es clave si quieren seguir en carrera. “Somos un equipo chico, estamos un peldaño más abajo que el resto del grupo porque es primera vez que jugamos la Copa, gracias a nuestra campaña del año pasado”, declaró el técnico Guillermo Sanguinetti en su arribo a la capital. Sus pupilos llegaron con algo de timidez, declarando y saludando sin levantar mucho la vista. En la cancha, eso sí, ya han demostrado que tienen carácter.