Irreverente, lúdica, desacralizadora, el Neruda de Pablo Larraín rompe de tal modo con el concepto de película biográfica que los reclamos por la deformada presencia (o ausencia) de determinados personajes o hechos están totalmente fuera de lugar.

También se estrellan quienes han elevado a los altares a nuestro Nobel, ya sea por su talento literario o por su militancia comunista. Porque el personaje que aparece aquí es un burgués fiestero, gozador, libidinoso, un hedonista de tomo y lomo; un ególatra que se complace con tener la atención de ese patético inspector que lo sigue, Óscar Peluchonneau (Gael García Bernal), tras dictarse la Ley Maldita.

La cámara inquieta y envolvente entra sin preámbulos y ya no se detiene.

Neruda (Luis Gnecco) llega al Congreso y lo rodean fotógrafos y periodistas; luego sus compañeros del Senado en la sala privada (¡qué despliegue de actores de primera línea!); y de allí al alegato, el “yo acuso”.

Los diálogos chispeantes, inesperados, se suceden. Una misma conversación cambia de escenario, constantemente.
Una voz en off ha comenzado su relato: Peluchonneau.

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