“Yo no solo quiero ganar, también quiero sentir”, afirmaba Jürgen Klopp en una entrevista concedida a El País mientras estaba en la cima con un Borussia Dortmund que llevaba su firma. Él no se deja contagiar con el resultadismo imperante, y a veces esquizofrénico, de los grandes clubes. Prefiere pegar cinco remates en los palos y perder que ganar atrincherado en su propia área y saliendo a la contra, según ha confesado. Su fútbol tiene que ser explosivo. Ha reconocido que muchos de los juegos que ha estudiado los han hecho dormir. A diferencia de la mayoría de sus colegas, luce como una estrella de rock descuidada. Usa lentes, tiene el pelo revuelto, la barba poco definida y grisácea. La etiqueta es lo de menos. Casi nunca se sienta, prefiere la línea de cal y no le importa terminar en una tole tole con sus futbolistas para celebrar un gol de último minuto. Un tipo temperamental, como él mismo se define.

El técnico alemán jugó toda su carrera en el Mainz 05. Desde 1989 hasta mayo del 2001. Fue un futbolista mediocre, consciente de sus limitaciones y sin sueños de terciopelo, capaz de jugar como defensa y delantero. “Como jugador tenía la habilidad de uno de Quinta División y el cerebro de uno de Primera División. El resultado fue un jugador de Segunda División”.

El club estaba a punto de perder la categoría y caer a la tercera división germana en 2003. Los dirigentes habían despedido a cinco técnicos a lo largo de la temporada y, al borde del despeñadero, llamaron a Kloop, un tipo que les había mostrado que sabía cómo sobrevivir con poco. Bailó con el diablo sin que le pisara los pies. El Mainz se salvó del descenso. Al año siguiente, y llevándole la contra a los números de las casas de apuestas, ascendió a la Bundesliga. Su viaje a la élite había iniciado.

El entrenador sabía lo que venía y no quería que la alegría espumeante se transformara en tragedia al cabo de un año. Necesitaba inculcarles a sus pupilos que no les iban a regalar nada y que tenían que encontrar soluciones a problemas que nunca habían enfrentado. Así que se le ocurrió una idea para cristalizar el discurso. Llevó a toda su plantilla a unas islas suecas que ya no recuerda cómo se llaman. Los jugadores, por el contrario, no deben haberlo olvidado. Al llegar solo vieron carpas para dormir. Tenían que salir en canoas a cazar su alimento, cortar leña y hervir el agua para poder cocinar. Varios pensaron que a Kloop se le había corrido la tecla, hasta su ayudante le preguntó si era un idiota, pero los resultados disiparon las dudas: el equipo se mantuvo en primera y al año siguiente se clasificó a la Copa de la UEFA. Solo Sevilla, a la postre campeón, pudo cortar su cabalgata europea. El nombre del entrenador irrumpió con fuerza en Alemania. No solo entrenaba al equipo del momento, sino que también se lucía como comentarista de televisión.

El humilde Mainz pagó el precio por ese esfuerzo descomunal. El 2008 volvió al patio trasero del fútbol germano. Kloop se quedó para intentar volver al año siguiente, pero no pudo y dejó el cargo. No hubo ninguna tragedia para él. La sonrisa nunca se le borró de la cara, había hecho fantástico y no pocos equipos lo querían.

El Hamburgo lo sondeó para su banco, aunque lo descartó por “desaliñado”. Finalmente, desembarcó en Dortmund para guiar a un Borussia que deambulada en la oscuridad, alejado de los años de gloria. Tomó el equipo en la decimotercera ubicación y lo llevó al sexto lugar. Al año siguiente remató quinto. Ya había construido las bases para dar el zarpazo y acabar con la monarquía absoluta del Bayern Múnich. En la campaña 2010/11, tras nueve años sin títulos, el Borussia ganó la Bundesliga.

Marius Becker I Agence France Presse
Marius Becker I Agence France Presse

Los aurinegros representaban el sentir futbolístico de su entrenador. Era un equipo vertical, atronador, capaz de encontrar el arco con pocos toques, con una mezcla de internos dotados y dinámicos, y con externos siempre listos para romper líneas. Antes de un partido de Champions League frente al Arsenal definió su estilo de juego como “heavy metal”, en contraposición a la “filamórnica londinense”.

“Si 80.000 personas vienen cada dos semanas al estadio y en el campo se juega un fútbol aburrido, una de las dos partes, el equipo o los fans, tendrá que buscarse un nuevo estadio”. A Kloop, un tipo emocional, lo conmovía que algunos hinchas viajaran 800 kilómetros para ver al equipo. Tenía que darles algo especial, de otra forma no valdría la pena.

Con su cincel esculpió a futbolistas que se instalarían en la élite continental: Robert Lewandowski, Nuri Sahin, Marco Reus, Ilkay Gundogan, Mario Gotze, Mats Hummels. Con ellos, Kloop volvió a repetir el título de liga a la temporada siguiente y le dio un baile memorable al Bayern Múnich en la final de la Copa. En Alemania lo veían como el hombre capaz de frenar la maquinaria bávara sin gastar una fortuna, sino que apelando a la astucia y al trabajo. Él se regodeaba y no desaprovechaba oportunidad para mandarle algún recado al equipo más ganador del país. “Bayern opera como la industria china. Observan lo que todo el mundo está haciendo, lo copian y luego invierten dinero y contratan diferentes personas para poder superar al original”, opinó en su momento.

Kloop, en cambio, declara con orgullo que se mueve por la vereda del frente. Absorbe ideas de todos y busca hacer la diferencia, tal como hacía mientras estudiaba Ciencias Deportivas en la Universidad de Frankfurt. Dirigiendo al Dortmund, se enteró que se iba a realizar una feria tecnológica en Berlín y recorrió los 494 kilómetros que lo separaban de la capital germana. Allá se encontró con Cristian Gütler, un músico con experiencia en el mercado cinematográfico, que venía a mostrar su creación: el Footbonaut, una máquina que ejercita el control, la técnica y la capacidad de reacción para dar un pase o rematar el arco. El DT quedó maravillado con la idea e hizo que el club gastara más de un millón de dólares en su construcción. Ningún otro equipo en el mundo la tiene.

Christof Stache I Agence France Presse
Christof Stache I Agence France Presse

El 2013 el Bayern se tomaría revancha. Una brillante campaña en Champions, con eliminación al Real Madrid de José Mourinho en semis, llevó al equipo de la cuenca del Rhur al partido final en Wembley, cara a cara con el equipo de Jupp Heynckes, que había recuperado su corona arrasando con la Bundesliga. Un partido parejo se decidió al filo del tiempo reglamentario con un gol de Arjen Robben. La vendetta muniquesa no terminaría ahí. Con su política de saquear a los rivales, se llevaron a Lewandowski, Gotze y Hummels progresivamente. En 2015, y con el equipo en zona de descenso, Kloop renunció.

Se tomó un año sabático y terminó aceptando una oferta del Liverpool, un grande que hace años busca recuperar la gloria de épocas pasadas. En su presentación dijo que su desafío era convertir a los incrédulos en creyentes. Ya en Anfield Road, alguien se le acercó en una rueda de prensa y le susurró algo al oído. El mensaje hizo que una sonrisa le cruzara la cara. “¿Qué pasó?”, preguntaron los reporteros. “Perdió el Bayern contra el Mainz”.
Poco a poco fue construyendo un Liverpool a su medida. Agresivo, trepidante y vertical. Con ojo clínico fue sumando las piezas que necesitaba.

Trajo a James Milner, Emre Can, Virgil van Dijk y conformó el tridente de devora almas que hace alucinar a Europa: Firmino, Sadio Mané y el egipcio Mohamed Salah, la última gran irrupción en la élite del fútbol mundial.

Alberto Pizzoli I Agence France Presse
Alberto Pizzoli I Agence France Presse

“Tenemos un equipo entretenido como hace mucho que no se veía en el Liverpool, pero tenemos que ganar algo”, expresó hace poco. Ya estuvo cerca en la final de la Europa League que acabó perdiendo ante el Sevilla, ahora tiene otro desafío a la vuelta de la esquina.