Francisco Valenzuela camina con sus lentes oscuros por la calle Guillermo Rawson. Su cuerpo delgado se desliza con paso ágil entre transeúntes de pies apurados pese a estar llegando a los ochenta años. Empuja la puerta principal del Fortín Prat, la meca del básquetbol en Valparaíso, y avanza por un pasillo poco iluminado adornado con fotos en sepia en las murallas. Se detiene en la primera y se saca los lentes. Ve a un joven de short blanco y polera oscura flotando en el aire con un salto de más de un metro. Su marcador lo mira anclado al piso. Tiene la pelota en su mano derecha y con la izquierda la cuida de cualquier cachetazo. “Yo hacía cosas de Michael Jordan. Me gustaba crear, inventar. Yo podía entrar por la derecha, mantenerme en el aire, pasar por debajo del aro y ahí tirar”, comenta recorriendo la foto con su dedo y dándose cuenta que en la parte baja de la imagen aparece el año del registro: 1960.

Valenzuela recortaba el parqué con sus movimientos chispeantes y lo convertía en un traje a su medida. Con una estatura de 1,64 metros se las ingeniaba para imponerse en un deporte en que los altos pagan doble. Era un conductor guapo, con maña, un ministro del tiempo que entendía cuando había que apurar y cuando aquietar el fuego. Ya sentado en una oficina repleta de trofeos con el barniz descascarado en el segundo piso del Fortín, con los rayos amarillos del sol de mediodía dándole en la cara y con los gritos de un vendedor de helados colándose por la ventana, junta los dedos de sus manos y evoca sus recuerdos. En menos de un minuto menciona una docena de nombres. Por su mente desfilan imágenes musicalizadas por el rugido salvaje de gimnasios en una época en que el básquet se vivía a todo vapor.

El “Kiko” fue hijo único en una familia sin tradición cestera. Cuenta, sin dejar ver las cicatrices, que su papá, Pedro, murió cuando tenía dos años. Se crío solo con su mamá, Ana Silva, que se las ingeniaba como fuera para que no le faltara nada. Era una vida humilde, de cara sucia por la pichanga en la calle en una época en el que país se consumía en su mareador sueño industrial. Hoy, ante la contundencia del tiempo, el “Kiko” piensa que su historia estaba escrita de antemano.

“Yo soy un ferviente de la Virgen de Lourdes. Creo que el destino te alumbra un camino. Vivía en Juana Ross, a dos cuadras del gimnasio del Deportivo Árabe. Frente a mi casa vivían unos ‘paisanos’ que me invitaron a participar. No salí más”, cuenta.

Cuando entró al club tenía 10 años. La cancha era de tierra y el gimnasio no estaba techado. Ese lugar pasaría a ser su micromundo. Durante un tiempo jugó fútbol, pero renunció a las inferiores de Santiago Wanderers, donde lo consideraban un “ocho” con galanura, para dedicarse completamente al basquet. Pasaba horas puliendo su juego. Si no estaba entrenando o jugando estaba viendo algún partido. Creció viendo a Chile ganar y pelear en los sudamericanos, yendo a los Juegos Olímpicos y plantando cara en los mundiales. Esos héroes de la infancia eran los espejos en que se miraba.

“Me motivaba al ver jugadores de aquí y que eran muy buenos. Fueron seleccionados chilenos y fueron a Olimpiadas. Uno se llamaba ‘Lalo’ Cordero, que era un malabarista, y el otro Hernán Raffo, que tenía una puntería extraordinaria. Yo tuve la suerte de jugar un añito con ellos. Hoy los niños no tienen esos referentes”.

Valenzuela partió como alero, sin embargo, su estatura lo obligó a convertirse en conductor. Recuerda que en el buque de la Armada que lo llevo a Iquique para jugar su primer nacional escolar iba el último sobreviviente de la Guerra del Pacífico. En 1957, volvió a representar a Valparaíso en un nacional juvenil. Salió campeón y le ganó el duelo individual al pívot Guillermo Thompson, uno que los conocedores ubican en la terna de los mejores de la historia.

Tuvo la oportunidad de entrar becado a la Escuela Naval, pero tuvo que descartar la posibilidad porque era un lujo que no se podía permitir. El básquet, pese a que ya estaba en el plantel de honor del Árabe, tampoco le daba para vivir así que trabajó en distintos bancos del puerto para llegar a fin de mes y ayudar a doña Ana. Se entrenaba con su equipo lunes, miércoles y viernes. Martes, jueves y sábado lo hacía por su cuenta. El domingo era día de partido. Si perdía a veces terminaba llorando.

Un tobillo chamuscado

Poco a poco se fue labrando un nombre. Con los paisanos ganó varios títulos y acaparó varios galardones: mejor jugador, goleador y una portada de la extinta revista Estadio, un honor de fulgor dorado en esos años. Era fijo en la selección que iba a jugar el Mundial del ’66 organizado por Chile, ya llevaba varios sudamericanos en el cuerpo con la camiseta roja. Lamentablemente, a poco de que iniciara la competencia, se torció el tobillo en un amistoso. El diagnóstico de los doctores fue lapidario: “Te quedas fuera del Mundial”.

Desesperado, entre frases entrecortadas, pidió algo de tiempo. Iba a hacer lo que sea: “ultrasonido, calor, hielo, lo que quieran”. Todo con tal de llegar. “Estuve una semana con la pierna inmovilizada, quemada, negra, chamuscada. Hasta que no me eliminaron, porque tendría que haber quedado afuera”, reconoce hoy mientras una sonrisa inocente le cruza el rostro.

El debut fue en el Estadio Nacional. La llovizna de la noche anterior había dejado su húmedo rastro en el improvisado parqué. Pese al riesgo, y con el tobillo en la miseria, Valenzuela salió en el cinco inicial. Lo sacaron a los diez segundos. En el segundo partido, también en el Nacional, volvió a salir de titular. Otra vez lo sacaron. A los quince segundos. Estaba jodido. Ese mundial iba a ser suyo.

Con una mezcla de rabia y pena viajó a Valparaíso para jugar contra la Unión Soviética. No se iba a poder lucir ante su gente. El equipo se instaló en el hotel O´Higgins y allí se encontró con un viejo conocido, un basquetbolista de la Universidad de Chile del que solo recuerda su apodo: el “Sordo”.

El “Sordo” era kinesiólogo y le hizo un vendaje especial, asegurándole que se podía romper cualquier hueso del cuerpo, menos el tobillo. Jugando contra un armador que le sacaba treinta centímetros de estatura dio un recital. Muchos le dicen que su mejor partido fue ante Brasil en el Sudamericano de Montevideo, el último triunfo oficial sobre y en el que anotó 24 puntos. Pero no. Para Valenzuela no hay duda, pese a la derrota con los soviéticos el Fortín lo cobijo con un aplauso rotundo. Ese día sus dos hijas, Francisca y Carmen, estaban en la tribuna y vieron lo que su padre significaba para la ciudad.

Campeón sudamericano

“Kiko” había conquistado Valparaíso con el Árabe y la capital lo tentaba. Teniendo varias ofertas sobre la mesa, se decidió por Tomás Bata, el equipo de la empresa de calzado. Si bien era un cuadro sin mucho tonelaje, le había ofrecido un buen puesto en el departamento de contabilidad.

Bajo la batuta de Valenzuela, el elenco de Peñaflor dio el campanazo y ganó el torneo Campeones de Chile, timbrando su boleto para el sudamericano de clubes del ’68 en Antofagasta.

“No era un equipo de grandes figuras. Gracias al entrenador que tuvimos, don Juan Arredondo, logramos lo que logramos. Logró hacer un equipo con movimientos, con defensa, con responsabilidades”, afirma el hijo ilustre de Valparaíso, al que sus compañeros apuntan como el mejor de aquel equipo.

“El ‘chico’ Valenzuela era sumamente hábil, esa persona con una vista periférica, es como el (Jorge) Valdivia del fútbol y sabe dónde estás y si no estás pendiente, ¡paf!, te llega la pelota en la cara”, así lo describió Juan Lichnovsky en un reportaje publicado el año pasado por La Tercera.

El plantel arribó a Antofagasta con la ambición de hacer un papel decente. Ser campeón era una quimera. En el norte, además, no había mucho entusiasmo. Las tribunas del gimnasio Sokol estuvieron a medio llenar en los primeros partidos. La trabajosa victoria frente a Juan Bautista Alberdi, de Argentina, fue el impulso definitivo. El boca a boca recorrió la ciudad. La semifinal con Botafogo se jugó con el gimnasio repleto. En un partido angustiante, la balanza se inclinó para los chilenos por apenas tres puntos. El título lo dirimirían ante Welcome de Uruguay.

“Tengo un gran respeto por los uruguayos, pero siempre que no iban ganando armaban alguna pelea. Hubo un cobro cuando quedaba menos de un minuto y ganábamos por cuatro puntos. Fue un foul a mí. Ahí quedó la crema, ellos empezaron a enfrentar a los árbitros, a enfrentar a la gente, a tratar de ensuciar el partido, pero nosotros estábamos claro que había que jugar ese minuto y con cuatro puntos de ventaja en esos años estaba prácticamente definido el partido. Se retiraron y así fue”.

Fueron recibidos apoteósicamente en el aeropuerto de Cerrillos. La fiesta prosiguió en la desbordada plaza de Peñaflor. Nunca más un club chileno pudo volver a conseguir el título y Bata dejó de existir hace rato.

“¿Quién es el espectáculo?”

Pocas semanas después del título conseguido en Antofagasta, Valenzuela recibió una llamada de Francisco Molina, presidente del club Instituto Comercial. Estaba acelerado y las palabras se le apelotaban en la garganta. Le contó que los Harlem Globetrotters venían a Chile y pararían en Valparaíso para jugar frente a su equipo.

“Kiko” ya había enfrentado a los estadounidenses en una visita anterior e incluso le habían ofrecido unirse a ellos en la gira. Ahora no estaba muy convencido. Los Harlem, más allá de sus estrambóticos trucos, no eran profesionales. Molina, que no iba a perder el negocio de su vida así como así, lo convenció aduciendo que los mejores jugadores de Valparaíso le habían dado el sí: Oscar Fornoni, Francisco Pando, Jorge Ferrari y Jorge Santana.

“Valpo” se empapeló con carteles que anunciaban a los estadounidenses. Las entradas volaron. El día del partido, 27 de septiembre de 1967, dos mil personas se quedaron en la Plaza O´Higgins aguardando por el resultado.

Los problemas arrancaron antes de jugar. El manager de sus rivales, un afroamericano de pose arrogante y ojo vigilante estacionado en la entrada del gimnasio, frenó en seco a Valenzuela cuando quiso entrar con sus familiares. “Kiko” intentó calmarlo y, aprovechando la ocasión, le propuso un trato: jugar diez minutos en serio y que después viniera la comedia. “Somos todos seleccionados”, le argumentó al hombre. La respuesta fue seca: “Nosotros somos el espectáculo”.

Avanzó furioso rumbo al camarín. Allí había un ambiente eléctrico. Un dirigente les había ido a recalcar que ellos no podían ser la piedra de tope para el show. Todo estuvo a punto de irse al carajo. “Polilla” Santana no iba a hacer el ridículo ante los amigos que habían venido a verlo del Cerro Barón y se sacó la camiseta. Salvador Hola, otro basquetbolista, buscó unos billetes en su bolsillo y le dijo al dirigente que si quería se los llevara, pero que no estaban para payasadas. “Kiko”, con la sangre hirviendo, afirma haber encontrado las palabras precisas iluminado por la Virgen de Lourdes.

“Hagamos una cosa entremos los primeros diez minutos del primer cuarto y no dejemos que pasen adelante. Si no nos pasan adelante no pueden hacer las cosas chistosas que hacen. Vistámonos y juguemos, miren cómo está esto”, les dijo a sus compañeros.

Los locales salieron a cara de perro. La estrategia era simple: darle el balón a Valenzuela y jugar posesiones largas para desesperar al visitante. La primera mitad acabó 39-34 a favor de los de la Quinta Región. El Fortín era un caldero burbujeante.

Con el tic tac del reloj aguijoneando su orgullo, se acabaron las acrobacias. Los Globetrotters, que venían de arrasar a Melipilla, tomaron la espada para defender su inmaculado récord de 99 victorias y ninguna derrota. El partido se puso bravo. A Valenzuela lo sacaron por acumulación de faltas a menos de un minuto de que sonara la chicharra. En ese momento, le pidió al “Polilla” que retuviera la pelota todo lo que pudiera. “Fue como entregarle un dulce a un ñiño”, comenta Valenzuela, dejándose llevar por la nostalgia por primera vez en esta conversación. El marcador final fue 67-56. La magia circense de Harlem sucumbió ante la pasión porteña.

Valenzuela, junto a sus compañeros, fue paseado en andas por el borde de la cancha. Al llegar al camarín le dijeron que alguien quería hablar con él. Era el manager de los Harlem. Quería revancha inmediata para limpiar la deshonra. “Kiko” le preguntó cómo iban a dividir la recaudación. “La recaudación 100% nuestra, me dijo. Yo le ofrecí 50 y 50. No jugamos al 50 y 50, me respondió. Yo le respondí con lo mismo que me dijo él en la puerta ‘¿Quién es el espectáculo?’”.

Eduardo Hayes, presidente de la Asociación, entra a la sala donde se realiza esta entrevista y comenta que Valenzuela pudo haber llegado a la NBA si la liga hubiese abierto las fronteras en su época. El ex jugador sigue hablando como si no lo hubiese escuchado. Se lamenta que nadie haya filmado sus jugadas, aunque cuenta que Dan Peterson, el técnico que lideró una revolución en el basquetbol chileno en los setenta, le mandó videos en blanco y negro de una gira a Estados Unidos con la selección en 1973. Aunque ya pasaba los treinta años, resistió los cincuenta partidos ante universidades de la NCAA. Según Peterson, “Valenzuela estuvo a la altura frente a rivales complicados en la gira”.

Cuando el de Juana Ross se quería retirar en 1977, la Unión Española, el eterno rival de su carrera, le ofreció jugar un año más para arrebatarle el cetro a Tomás Bata. “Tenían jugadores espectaculares, yo no tenía mucho que aportar ahí”, confidencia. Estuvo una temporada con los hispanos y salió campeón sumando pocos minutos en el cuerpo.

Un día, después de un partido, se devolvió de Santiago a Valparaíso en taxi. Iba atrás, durmiendo. A las dos de la mañana iban llegando a Casablanca. En ese momento, un violento remezón lo despertó y le tensó los nervios. El auto casi choca y atropella a unas mujeres que iban por la berma. “Yo inmediatamente dije ‘no juego más’. Yo tengo algo especial, que la virgen me lo debe haber dado, tengo premoniciones a veces. Y no jugué más”.

Después del retiro se recibió de profesor de educación física en la Universidad Católica de Valparaíso. Fue campeón nacional juvenil dirigiendo al equipo de su ciudad. Sin embargo, se fue desencantado, no del juego, pero sí del ambiente. Al preguntarle porque el básquetbol ha bajado tanto el nivel responde que antes habían buenos dirigentes y que primaba la visión social del deporte por sobre la económica.

“Los dirigentes daban todo por los niños. Teníamos bebidas, poleras, pantalones, salidas de cancha. Ellos pagaban un entrenador para que nos enseñara. Hoy los niños tienen que pagar 20 mil pesos mensuales si quiere jugar”, explica y pide más fiscalización para los recursos públicos que se entregan a distintas entidades para el desarrollo del basquetbol.

El viaje interno está por terminar y el “Kiko” se piensa a sí mismo. “Polilla” Santana, su gran socio y amigo, murió hace algunos años y él asegura que se encontrarán pronto, que ya le queda poca vida. Se cuida su diabetes y pasa su tiempo yendo todos los días al Fortín para conversar un rato con sus amigos y tomarse un café. También entrena, personalizada y gratuitamente, a las jóvenes promesas porteñas, entre ellas, su nieto Franco. Sin jactancia revela que sus alumnos lo llaman maestro y revela que está pensando en publicar la segunda parte de su autobiografía “El Pequeño Gigante. Mira por última vez las fotos y comenta: “Yo jamás habló de mí. No me gusta. Yo no gané solo esas cosas. Pero cuando voy a las comidas con mis ex compañeros ellos dicen ‘este tal por cual era muy bueno’”.