No tengo nada en contra de Santiago o sus habitantes, pero creo que no existe nada más siútico que llamar “Sanhattan” al barrio donde se concentra el poder en Chile. El nombre con el que se ha denominado al sector no hace más que validar nuestra profunda falta de identidad como país, igual que cuando nos gustaba que dijeran que éramos los jaguares de Latinoamérica.

Sanhattan es un buen ejemplo a la hora de hablar de centralismo, especialmente si consideramos la descentralización no solo como un fenómeno que empareje la cancha entre territorios, sino que también como la única forma posible de salvar una capital que -sin saberlo- pide a gritos más polos de desarrollo para nuestro país.

Esos mismos que se quejan de los tacos, de los tiempos de traslado, de la contaminación, aún no se han dado cuenta que en la distribución de poder a regiones y comunas está la solución. Esos mismos habitantes de otros territorios, tan ajenos a las dinámicas del centro, pueden ser la llave que permita abrir las puertas a una mejor calidad de vida.

Es por eso que la descentralización debe empezar a tomarse más en serio, no solo por quienes concentran el poder político, sino que también por aquellos cuya actividad económica es esencial para el crecimiento de Chile.

En este mismo sentido, la discusión de los últimos días sobre la elección de los gobernadores regionales es de especial relevancia. De todos los sectores se han escuchado críticas, incluso algunos han señalado que este podría ser el Transantiago de la década. A pesar de todas las deficiencias que puede tener el proceso de descentralización propuesto por la Presidenta Bachelet, la elección es un elemento esencial para poder descentralizar.

¿Por qué? Hoy en día los Intendentes son designados por el ejecutivo, por lo que responden al poder central y no a la ciudadanía. Si el que manda es el Presidente y es él quien puede designar o remover a su antojo, es lógico que las demandas ciudadanas quedarán en segundo plano, en caso de ser diferentes a las directrices del gobierno central. Esta suerte de lejanía entre la autoridad regional y la gente se evidencia en el escaso nivel de conocimiento y la percepción ciudadana respecto a la baja capacidad de la autoridad para resolver problemas. Además, la remoción o designación de los Intendentes se debe a criterios políticos que no se basan en las necesidades de la región. No por nada el promedio de duración de los Intendentes en sus cargos durante las últimas tres administraciones ha sido de 1,9 años, ¿quién podría planificar seriamente con esa inestabilidad?

En torno a lo mismo, el hecho de que el Intendente sea designado genera consecuencias negativas a la hora de que los territorios levanten demandas regionales específicas. Si los ciudadanos de una región extrema necesitan -por ejemplo- un oncólogo infantil y eso no está en las prioridades del ejecutivo, ¿existirá el Intendente que se atreva a desafiar al Presidente? En política son pocos los que muerden la mano del que les da de comer, generándose la imposibilidad de una negociación fructífera. En este caso solo una de las partes es la que tiene efectivo poder.

Por todas estas razones, nuestra institucionalidad no soporta más la figura del intendente designado. Es esencial que los ciudadanos de las regiones podamos elegir a nuestra máxima autoridad para que -en resumen- sea ella la que se haga cargo de los temas de vocación regional. Pero para que se haga cargo, resulta necesario avanzar también en las competencias y recursos con los que contará la autoridad electa.

En la actualidad, la discusión principal se ha trasladado precisamente a las competencias. Este tema es bastante complejo de solucionar, especialmente teniendo en cuenta que los problemas de los gobiernos regionales son estructurales y nacen de la legislación que los regula. En palabras sencillas, la ley le otorga un marco de acción amplio al gobierno regional, pudiendo hacerse cargo del desarrollo económico, social y cultural de la región pero no le atribuye suficientes acciones concretas para ejecutar.

Las deficiencias de la ley han generado consecuencias negativas en capacidad, coordinación y colaboración, las que se han ido acrecentando a través del tiempo y que son difíciles de solucionar si el cambio legal o constitucional no se materializa con las herramientas adecuadas. Para poder abarcar responsablemente el tema de las competencias, no basta con enumerar -como quieren algunos- qué es lo que puede o no hacer el gobierno regional. La solución debe ser mucho más integral, mediante procesos y mecanismos imparciales y graduales que permitan a las regiones ir recibiendo mayores responsabilidades. La solución requiere también un cambio de mentalidad, no solo de las autoridades, sino que también de esos chilenos que viven con dolorosa naturalidad el hecho de que todas las respuestas haya que ir a buscarlas a Santiago.

Lamentablemente, en nuestro país las cuñas vacías prevalecen más que el fondo y lo más importante no siempre es lo más urgente. Es por eso que la discusión se ha reducido a conocer qué es lo que hará la autoridad, sin explorar lo estructural del asunto.

Tanto en la derecha como en la izquierda están los que se han dedicado a criticar cayendo en el lugar común, sin propuestas, sin concesiones, sin voluntad y sin ser capaces de salir del cálculo político que generan elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina.

Con esto tal como está, seguirá existiendo un solo centro. Contaminado, colapsado, estresado y con Sanhattan como su postal más característica. Ya lo decía Nicanor: “Chile fértil provincia hacienda con vista al mar administrada x su propio dueño”.

Guillermo Pérez Ciudad
Investigador Fundación P!ensa