Isaac Asimov, el connotado escritor de ciencia ficción, tenía 10 años cuando comenzó la Gran Depresión en EEUU, con efectos que se sufrieron durante al menos una década.

Tiempo atrás, leí en sus memorias que esto le dejó profundamente marcado, al punto que durante toda su vida fue muy austero y ahorrativo. Le perseguía la sensación de que podía quedar sin empleo o incluso acabarse la comida.

Mis abuelos nacieron poco después que Asimov y les tocó vivir en su juventud, los efectos del terremoto de 1939 y de la II Guerra Mundial. Aunque Chile nunca entró de lleno en el conflicto, vivieron, literalmente, economías de guerra, traducido en la pobreza -miseria, en realidad- que por entonces afectaba a más del 70% del país.

Como me decían, era el tiempo en que los niños andaban por las calles de Concepción sin zapatos, y dormían en la plaza acurrucados, unos contra otros, para capear el frío.

La necesidad de “apartar lo inútil y usar lo que sirve”, como decía Benedetti en El Sur también existe, hizo que nuestros abuelos y padres fueran hábiles recicladores cuando el término aún no se inventaba y era algo más que hacer macetas con botellas para un programa de decoraciones. Donde algo se botaba sólo cuando ya no había forma de darle algún uso (y aún así solía quedar almacenado en alguna parte… por si acaso).

Se recogía un tornillo en la calle “porque podía servir”. Las servilletas se cortaban a la mitad para duplicarlas, aunque quedaran transparentes. Mi abuela paterna se daba el lujo de comprar una Coca Cola (de 1 litro) para las cenas familiares y cada nieto estaba racionado sólo a un vaso. Nadie podía repetirse. Mi abuela materna estaba suscrita al diario “El Sur”, y guardaba cuidadosamente cada edición para luego ir a venderlos a una recicladora de cartones.

Las revistas no se botaban. Era herejía. El queso se compraba por trozos y se laminaba finamente, mientras que las legumbres y cereales se compraban a granel y a los niños nos tocaba colaborar quitando las impurezas del arroz o desgranar las arvejas, para tedio nuestro (cosa que, estoy seguro, ayudó a afinar muchas de mis habilidades manuales).

La ropa se heredaba de hermano en hermano (lástima si eras el menor) y se zurcía si se rompía, con parches en las rodillas y codos. Mi abuela materna era creativa incluso: una vez reparó el agujero en una de mis poleras favoritas bordándole una cuncuna sobre fondo verde, que yo lucía orgulloso.

En los 80 y hasta principios de los 90 en Chile, la gente tocaba la puerta en tu casa. Y no para pedir dinero. Para entregarte un tarro viejo de café y rogar que le dieras algo de sopa o de pan. Muchas veces eran niños.

Cada cierto tiempo me preguntan por el invaluable archivo de Radio Bío Bío. Les contaré un secreto: no existe. Tenemos grabaciones almacenadas apenas desde inicios de este siglo. ¿Por qué? Porque la radio era pobre y las cintas eran muy caras, por lo que se reutilizaban hasta que ya no daban más. Todo se sobreescribía porque era la única forma de seguir funcionando. Así era Chile.

Como éramos muy pequeños, vivimos los efectos pero nunca entendimos la raíz de aquellas aprensiones de nuestros mayores. A nosotros nos tocó la bonanza económica. El crecimiento. El cambio del ahorro por el pago a plazos. Disfruta hoy y paga mañana. Renueva la TV o el celular sólo porque ya están viejos (viejos de un año, cuando el equipo de radio de mis padres tiene mi edad y, al igual que yo, no entiendo cómo seguimos funcionando).

Oh, sí. Pronto se nos olvidó cortar a la mitad las servilletas. Ya no era necesario. Además, ahora vienen en doble hoja con papel ultra suave y aromatizado. ¿Y el café? en 20 variedades diferentes, con sabores de Centroamérica, África y Asia.
Y mientras desde mi ventana veo a un aseador municipal en el frío de la mañana tratando inútilmente de “barrer” el agua estanca hacia una alcantarilla colapsada, pienso que todo eso se nos vino abajo. Como un castillo de naipes.

No se rían tanto de los políticos. Nosotros también “nunca lo vimos venir”. Al final, somos todos iguales.

Mi única duda ahora es, como Asimov, como mis abuelos, ¿cómo marcará esta pandemia y sus consecuencias a la actual generación? No a nosotros. No a mí, que tengo más de 40 años y sólo me legará agorafobia. A mi hija de 18.

¿Qué dudas y temores se fraguarán en su mente? ¿Qué resguardos tomará el resto de su vida? ¿Con qué sentido verá el mundo después de que lo vio detenerse por al menos un año y girar en la dirección contraria?

Con suerte, con alguno por el que todo esto haya valido la pena.

Christian F. Leal Reyes
Periodista