El final del segundo semestre de la temporada ha sido generoso para estrenar un puñado de brillantes títulos provenientes desde el hemisferio norte: “Suburbicon”, “Viento salvaje”, y ahora esta obra que indaga en un episodio poco conocido de la historia política estadounidense del siglo XX: el estallido social de la minoría afroamericana, en la antaño quinta ciudad más importante del país, durante cinco días del mes de julio de 1967.

Por Enrique Morales Lastra

“Porque tiene gusto a muerte la comida / y olor a adiós y a muerte la piel y todos los negocios, / la fruta, la plata, la ropa, la sepultura, / y sólo la hoz y el martillo nos alumbran la materia, / como grandes casas de hierro con incendio”.

Pablo de Rokha, en Gran temperatura

Una cámara sorprendente en las respuestas audiovisuales que entrega para graficar un orden, una sociabilidad que se desmorona (primeros planos, cuadros medios que giran y se recortan, “picados” aéreos que diagnostican un combate). La música de época que acompaña a un grupo de adultos jóvenes en busca de qué, y nadie tiene mucha certeza de saberlo: malestar social, político, la insurrección que se apodera del otrora núcleo industrial automotriz de los Estados Unidos, en casi un anuncio irónico de la huida en masa de habitantes que sufriría la ciudad, luego del default bursátil e hipotecario, padecido por el país a fines de la década pasada.

El calor del día, la noche tibia durante la nocturnidad, el olor de la pólvora, las cenizas de las barricadas. La policía y la Guardia Nacional intentan asegurar el normal funcionamiento dentro del caos. Los francotiradores apuntan a las tropas estatales, y a los efectivos del condado.

"Detroit: Zona de conflicto"
“Detroit: Zona de conflicto”

Una bala de fogueo que sorprende a una avanzada de soldados, y una casa se transforma en el micro escenario que representa a la globalidad de las fuerzas enfrentadas: la institucionalidad versus la insurgencia de los derechos civiles para el sector afroamericano en la composición demográfica de la urbe, la que habita en los barrios centrales cercanos a las fábricas y de los teatros de música popular donde se viven los sueños, las esperanzas y el hambre de gloria con el propósito de ascender en la escala financiera y también social.

“La cámara de Kathryn Bigelow” (1951), la misma realizadora de la inolvidable “Días extraños” (1995) -¿alguien podría no recordar a Ralph Fiennes y a Juliette Lewis en esa cinta?-, se desplaza en mano, con ayuda de su director de fotografía (Barry Ackroyd) atestiguando la confusión de una jornada en la cual la muerte acecha presente, insondable y con mayor vida que muchos de los que se pasean saqueando las tiendas vacías, sombrías, destartaladas por los embates de los organizados e improvisados atacantes.

“Detroit: Zona de conflicto” (“Detroit”, 2017), dueña de una retórica audiovisual que combina secuencias ficticias con otros encuadres extraídos de material de archivo y documental, fundamenta su discurso artístico y cinematográfico, en la denuncia y en el análisis de ese racismo y su segregación, que laten en la rutina y en la cotidianidad de una jornada laboral, de diversión, de puro esparcimiento, y ya en su cima, a través del diálogo y de las interacciones propias de un patrullaje policial y en su dinámica coercitiva y por esencia de “fuerza”, sino de abierta violencia.

"Detroit: Zona de conflicto"
“Detroit: Zona de conflicto”

El décimo largometraje de ficción de Kathryn Bigelow es un filme mayor que condensa en su propuesta cinematográfica una serie de cualidades técnicas y dramáticas que le hacen merecedor de aquel juicio: la actuación estelar del inglés Will Poulter (Krauss), por ejemplo, sorprende y lanza al ruedo del estrellato interpretativo a una firma y rostro acostumbrado a brillar en otro tipo y formato de películas.

Acá, en tanto, en el rol de ese oficial de policía heredero de las tradiciones sureñas del racismo blanco y de la inmunidad y autonomía de las tropas regulares -frente a los abusos cometidos-, evidencia una composición escénica y una gama de recursos corporales y gestuales, que le desconocíamos, en este registro más cercano y propio de la industria independiente que al mundo actoral de Hollywood.

Quizás de duración excesiva (2 horas y 23 minutos), aquello se explicaría gracias a las ambiciones de fresco social, histórico, político y audiovisual al cual aspira esta cinta. Pero nunca aburre, y eso que a fin de recrear esos días extraños, turbulentos y agitados, la directora y su equipo creativo y de producción, sólo echan mano a una par de cuadros escénicos distintos, y el resto, sólo la noche, el despojo, el deseo, la cámara en eterno trote, y los pisos y las habitaciones de esa gran casa donde se resumen las citadas jornadas de julio de 1967, y una gran parte de los conflictos civiles, y su consecuente lucha, en los Estados Unidos de la segunda mitad del pasado siglo XX.