La obra de Pablo Larraín se puede ver desde muy diversos puntos de vista, pudiendo abrir espacio a conversaciones y discusiones largas e interesantes. Eso habla de un trabajo complejo y estimulante.

Pablo Larraín, junto a su hermano Juan de Dios y la productora Fabula, ha desarrollado una carrera donde cada cinta pareciera haber sido un paso preciso y calculado para llegar a Jackie… llegar a realizar –en diez años desde su debut con Fuga- una película norteamericana en habla inglesa nominada a tres premios Oscar (Mejor actriz, Mejor Música y Mejor Vestuario).

Larraín buscó seducir a la crítica con Fuga (2006), hacer un guiño internacional con Tony Manero (2008), una crítica a la dictadura con Post mortem (2010), salir al mundo con No (2012), sumarse a las críticas –nacionales e internacionales- a la Iglesia Católica y los pedófilos con El club (2015) para dejar todo preparado con Neruda, un personaje universal, para abordar un ser complejo, enigmático y que genera sentimientos contradictorios como es “Jackie” Kennedy.

En este acelerado ascenso Pablo Larraín siempre ha jugado con la ambigüedad, transitando en la cuerda floja entre lo provocador y la complacencia. Todo ello sostenido, sin dudas, por un gran manejo de actores, cámaras, música… con un nivel técnico propio de la industria internacional.

Fuga es, a nuestro juicio, su película más extraña. Una historia rebuscada que hace guiños a cintas de “cine arte” que se sale de “los temas” recurrentes de la producción local. En ese sentido, desde un inicio marcó un camino propio.

En Post morten se muestran los primeros días del golpe militar y su brutalidad, pero se deja abierta la puerta a que cualquiera –el vecino anodino- se pudo transformar en asesino.

En No se da una mirada muy acotada, cerrada, un “close up”, de lo que fueron esos días, mostrando una “épica” liviana, ajena de las luchas sociales, populares, así como las intestinas en los diversos bandos que ya se preparaban para (re)repartirse el poder (incluidos los pinochetistas que no concebían perderlo). No estamos hablando de las pugnas por el contenido de la franja política y del discurso general de los diversos bandos, sino de las luchas por el poder futuro, por los cargos y los puestos de influencia.

El club –a nuestro parecer la mejor cinta de Larraín- mezcla una crítica aguda al manejo de la Iglesia respecto a los sacerdotes que han cometido diversos tipos de delitos (y aquí ya hay un gran valor al ampliar el tema más allá de la pedofilia), pero haciendo, al final, el planteamiento que la mejor solución está al interior de la misma iglesia…

Neruda muestra a un poeta libertino, egocéntrico, liviano, más próximo al espectáculo (y la actual farándula). Un personaje digerible, en una cinta que no cuestiona casi nada, donde la provocación son los excesos sexuales y alcohólicos del poeta (cosas que siempre tienen y se perdonan en los artistas), pero donde la situación política y social es un fondo deslavado del relato.

Así, Pablo Larraín llega a Jackie, sin lugar a dudas su mayor producción. Una producción que involucra –como casi todas las anteriores en su medida- un gran riesgo: abordar un personaje significativo de la historia norteamericana en un momento crítico, como fueron el asesinato del presidente Kennedy y los días posteriores hasta su entierro.

Si en No y Neruda da miradas muy personales de hechos y periodos históricos (que parecen pensadas para el público internacional), en Jackie cambia de rumbo.

Jackie es una cinta distante, que muestra pero casi no se involucra (o no se involucra “en la medida de lo posible”). Se puede pensar que es una forma de mostrar los hechos detrás de la historia oficial, pública. También que esa distancia es producto del estado de shock en que se encuentra la protagonista (y al parecer gran parte del entorno, que actúan casi como zombies –en especial las mujeres- o como tecnócratas o autómatas). Otra hipótesis es que Larraín quiso abrir puertas y ventanas para la libre interpretación de los espectadores…

Sin embargo, Jackie se enmarca de manera perfecta en la obra de Larraín, siendo ambigua a fin de dejar a la mayor cantidad de personas tranquilas, emocionándolas lo justo pero sin comprometerlas, sin cuestionar la historia, sus creencias, la brutalidad de los hechos (y del que nunca se supiera, en forma pública, la verdad) y de la política.

Esa ambigüedad permite ver a Jackie como cada espectador quiere: desde una mujer en extremo ambiciosa, o egocéntrica, como una patriota, una mujer abnegada que hasta último minuto apoyó a su esposo (perfecto como presidente, imperfecto como esposo), como un apersona frágil (que se sostiene a punta de fármacos), etc. Todo a gusto del consumidor para quedarse con una, varias o todas las alternativas mencionadas y otras más.

Esa ambigüedad hace que Jackie (que pocas veces mira directo al espectador) haga mención muy breve a ese marido imperfecto (no olvidemos que Kennedy, siendo presidente, y Marilyn Monroe fueron amantes y que ésta supuestamente se suicidó 14 meses antes del asesinato del gobernante). O que aparezca un sacerdote deslavado frente a la viuda y al funeral del primer y único presidente católico de Estados Unidos de Norteamérica. O que el tema de la seguridad sea fuerte, pero casi no se mencione quiénes son los posibles agresores, los que están detrás del asesinato de Kennedy, y por lo tanto de quienes se deben proteger en esos días.

(En la cinta aparece Lee Harvey Oswald, el “asesino oficial” –aunque siempre lo negó- de Kennedy, y Jack Ruby , quien lo asesinó dos días después y antes del funeral. Y recordemos que James Earl Files se autoinculpó como autor del tercer y fatal disparo en los 90 implicando además a la CIA y la mafia).

La ventaja de Jackie –en relación a Neruda- es que deja esos grandes espacios de libre interpretación, que su protagonista tiene arrastre y caracteriza bien a la ex-primera dama (no en vano está postulada al Oscar), tiene muy buena música y una ambientación y vestuario convincentes.

Larraín mantiene en Jackie esa cámara temblorosa, cercana al documental y al periodismo, pero reducida al mínimo, combinada con tomas pulcras, perfectas, algunas casi estáticas, que recuerdan fotos de moda o los retratos “del poder”. Y agrega algunas imágenes un tanto forzadas para conmover muy a lo Hollywood, como la de John John pegado al vidrio del auto.

Larraín perdió la oportunidad, en estos tiempos turbulentos de Trump, de tomar partido, de apostar fuerte, de mostrarse. Aunque es posible que haya calculado bien, que tenga la razón en esta época de masas adormecidas y cómodas, de consumidores pasivos.

En este gran paso, con Jackie, Larraín es más complaciente y nada de provocador…