La sensación es la misma que entrar al cine a mitad de la película. Las luces apagadas, siluetas en la penumbra y hasta alguien que nos pide guardar silencio. Sentirse como un fantasma… y sobre todo un personaje jugando la gran broma de Raúl Ruiz pocos días antes de morir.

Por Marcel Socías Montofré

Así se va construyendo el relato de Karl August Flanders, “El Belga”, ese protagonista espectro que deambula por el París del siglo XIX advirtiendo que “Fabricamos bromas. Bromas a largo plazo. Una broma es como una bomba con retardador. Necesita tiempo”.

Tiempo que Ruiz maneja a su antojo, escribiendo sobre la pantalla, con una prosa proyectando imágenes tan fantasmagóricas como poéticas. Y los diálogos, sobre todo los diálogos, precisos, enigmáticos, con un pie en este mundo y el otro quién sabe dónde… ese espacio tan propio del imaginario que Ruiz plasmó en cada una de sus películas y novelas, especialmente esta última solicitada por la editorial francesa Fayard para que el cineasta nacido en Puerto Montt y exiliado en Francia escribiera su “autobiografía ficticia”.

Y así, tan cerca de la muerte, una vez más Ruiz se lo toma con humor, ironiza como los agatopedas de su obra, esa peculiar cofradía de la Escuela de Las Tinieblas tan ansiosa de alcanzar “la broma trascendental”.

Ese es precisamente el laberinto que propone Ruiz desde un principio: sospechar en cada palabra, en cada página y capítulo. Sospechar tal como los hace Flanders, “El Belga”, cada vez que se entrelaza en diálogo y cuerpo con una médium, cada vez que advierte “Vivimos en el futuro y pasamos nuestras vidas viajando hacia un pasado que estamos obligados a inventar… De tal manera que vivimos dos veces, una vez cuando viajamos hacia el pasado y otra cuando retornamos de él…”.

Hay algo de testamento en “El espíritu de la escalera”, una cierta promesa de volver después de la muerte… o constatar que se trata sólo de un tránsito a otro estado – “Usted sabe, ¿no?, que los fantasmas viajan como las aves migratorias”– y entonces el mundo, la realidad, se tornan más amables por lúdicas, se juega, se inventa y se instala en la pantalla de un cine donde el protagonista es el propio lector jugando a la ouija con Raúl Ruiz en una sesión de espiritismo que termina por convertirse en un acto de fe, en una broma, en una excelente broma de un autor consciente de que a pesar de la muerte… la función debe continuar.

Ediciones Universidad Diego Portales
Santiago, 2016.