La puesta en escena de la ópera de Wolfgang Amadeus Mozart “Don Giovanni”, drama jocoso en dos actos, de cerca de tres horas de duración, nos llevó el sábado 22 en el Teatro Nescafé de las Artes, a presenciar un gran espectáculo en directo, proveniente del Metropolitan Ópera House de Nueva York y con un grupo de intérpretes excepcionales, especialmente las tres damas protagonistas.

Gracias al ocurrente libreto de Lorenzo Daponte, la hermosa música creada por el genio de Salzburgo, cobra vigor y armonía y a estos factores se une el espléndido y grato aporte de las voces femeninas, con especial lucimiento en todos los pasajes de la obra; la soprano rusa Hibla Gerzmava (Donna Anna); la mezzosoprano sueca Malin Bystrom (Donna Elvira) y la soprano italiana Serena Malfi (Zerlina), cada una de las tres en su momento, contribuye al colorido y calidad de esta producción. Y si a ellas les sumamos un impecable rol del máximo amante, Don Giovanni (el impecable barítono británico Simón Keenlyside) y de los ayudantes empleados de Don Juan, Leporello y Masetto, el plantel está completo y exitoso. Junto al “Hidomeneo”, con este “Don Giovanni”, Mozart estará muy bien representado el 2016 en la temporada del Metropolitan.

La ópera mozartiana consta (además de la célebre “obertura”, que se inicia con tres acordes sincopados en “re menor”, que simbolizan la espantosa aparición del convidado de piedra) de 26 números, arias y piezas de conjunto, ligados entre sí por recitativos, ora “en seco”, ora acompañados por la orquesta, y a menudo valiosísimos por la justeza de su acentuación y la eficacia dramática de lo declamado.

En lo mejor de la cena llega doña Elvira, para intentar por última vez volver a llevar a don Juan a la vida cristiana, pero el empedernido pecador se burla de ella, cantando a las mujeres y el buen vino. Un grito de Elvira, al salir, señala la sobrenatural llegada del “convidado de piedra”: con su pesado paso, la estatua del Comendador avanza por la escalera. Leporello desaparece debajo de la mesa y, a pesar de las cómicas jaculatorias que va recitando de vez en cuando desde su refugio, el drama toma de ahora en adelante un tono terrible.

El disoluto don Juan no pierde un ápice de su imperturbabilidad y se adelanta en una especie de perverso heroísmo, rehusando obstinadamente arrepentirse de su vida perdida. Bajo el apretón de la helada mano del Comendador, la vida le abandona: aparece fuego por distintos lados y se abre un precipicio. El Comendador desaparece, se oye un amenazador coro de espectros y finalmente las furias se apoderan de don Juan y lo arrastran al abismo. Llegan doña Ana, don Octavio, doña Elvira y Masetto, quienes, informados de lo acontecido por el asustado Leporello, cantan un sereno y sentencioso comentario.

Para comprender bien la obra maestra de Mozart no hay que sobrevalorar el sombrío heroísmo que asume el protagonista en la última escena, y hay que olvidar las interpretaciones románticas que, desde Hoffmann a Baudelaire, han hecho de don Juan el héroe del mal o el símbolo de la rebelión de la carne contra el concepto de pecado. Toda sospecha de satanismo debe alejarse completamente de la cándida alma mozartiana.

No hay que olvidar nunca que don Juan es “un drama jocoso”, musicalmente concebido al estilo de una “ópera bufa”, salvo unas pocas escenas de intenso dramatismo. A lo largo de toda la ópera, Leporello (personaje de incalculable importancia musical) lleva el hilo de su bufonesca comicidad. Y don Juan no quiere ser, en las intenciones de Mozart, otra cosa que el disoluto libertino, el ejemplo odioso del pecador impenitente. La grandeza de su siniestro heroísmo y la seducción de su franca arrogancia resultan del hecho de que en esta figura, que el ánimo religioso de Mozart detestaba, se sintetiza y, sobre todo, toma conciencia de sí la inocente e infantil inclinación al placer que forma el clima mismo del arte mozartiano, y que aquí, en su forma pura e inconsciente, da vida al carácter de Zerlina, deliciosa mezcla de coquetería inconsciente, imprudencia e ingenuidad.

Entre los demás personajes descuella sobre todo la apasionada y doliente doña Elvira que, con humanísima inconsecuencia, es incapaz de liberarse del afecto y la piedad por su seductor. Demasiado consecuente es en cambio doña Ana, endurecida por una inhumana pasión de venganza que no carece de viril eficacia. Don Octavio es un fantoche: un tenor gracioso, al que Mozart hizo don de dos arias celestiales. Dicho esto, basta señalar el milagro estilístico de Don Juan, la realización potentísima del drama escénico (sus pocos defectos son debidos a causas contingentes fácilmente identificables) por medio de una música que no renuncia a ninguno de sus derechos, sino que domina el texto poético en perfecto estilo de ópera bufa.

Ello se debe, en sustancia, no sólo a la nutrida eficacia del discurso orquestal, en el cual las voces se funden y encuentran su complemento, sino a la perfecta coincidencia entre las distintas escenas dramáticas y la forma musical de las arias y los conjuntos. De este modo se logra una total subordinación de la palabra a la música: a menudo acontece que dos o más personajes cantan sobre un mismo motivo palabras de alcance sentimental completamente opuesto. Pero de la movilidad de los ritmos, del colorido orquestal, de la perfecta coincidencia de las modulaciones armónicas con la estructura sintáctica del período, de la recíproca luz que los distintos personajes reciben unos de otros y sobre todo en el gravitar de todos sus diversos intereses sobre la figura central de don Juan, surge una inesperada intensificación de los valores dramáticos que se realizan enérgicamente por grandes bloques musicales.