Hace 19 años mi hermano mayor fue asesinado por un joven de 14 años -inimputable- para robarle el auto. Disparó a quemarropa, sin pensarlo, porque para él mi hermano valía menos que su auto. No sé qué pensó mi hermano, qué sintió, qué hizo en esos sus últimos momentos, y por mucho que me lo haya preguntado por años, nunca lo sabré.

Me llevó un tiempo entender que ese niño no había decidido por sí mismo la vida que había recorrido hasta entonces y que ni siquiera sus padres pudieron influir en el rumbo que había tomado su existencia. No fueron pocas las noches en que traté de entender el por qué, por qué le había disparado, por qué no lo había pensado dos veces antes de presionar el gatillo, por qué a ese chico le había importado tan poco acabar con otra vida humana.

Confieso que mi primera reacción fue la de la venganza. Y digo venganza en vez de justicia, porque la rabia que tenía dentro me llevó a desear profundamente que el adolescente cumpliera una larga condena. Me había quitado a mi hermano y quién sabe cuántas vidas más habría de sumar en el futuro. No había más camino que pagara por lo que había hecho y que lo pagara con creces. Pero con el tiempo, llegué al convencimiento de que no era él quien había jalado del gatillo, que él no era el responsable de la muerte de mi hermano, que a mi hermano lo habíamos asesinado todos, incluso yo, que había observado impávido, sin mover ni un dedo, cómo los niños, niñas y adolescentes de las poblaciones más vulnerables de la ciudad crecían en la más absoluta indefensión, sin ningún tipo de contención ni redes, abandonados no solo por sus familias sino por el Estado y la sociedad entera que estaba más preocupada del lugar donde iba a partir de vacaciones en el verano que se avecinaba, de la nueva versión del IPhone que estaba a punto de salir al mercado y de la universidad donde habría de entrar estudiar el mayor de los hijos.

Talleres PonleColor, Corporación Pequeñas Armas (c)

En realidad, no es que hubiéramos observado impávidos la vida de esos niños, sencillamente no las veíamos, porque no nos interesaba verlas, porque era más cómodo no enterarse de lo que pasaba más allá de la seguridad de nuestros barrios, porque tal vez ya teníamos suficiente con los problemas que debíamos lidiar para hacernos cargo de los problemas de los otros, sobre todo el problema de los pobres, de los marginados, de los que menos tienen. Para eso están las ONG‘s y los programas estatales que se ocupan de ellos. Qué podíamos hacer nosotros más allá de agradecer haber nacido donde habíamos nacido, lejos del frío, del hambre, de la violencia cotidiana.

Hace diez años —y quizá un poco antes—, me di cuenta de que debía hacer algo. Si al fin y al cabo, esos niños y niñas que crecían lejos de cualquier mimo, de cualquier protección, que ya con diez o doce años tenían un arma de fuego entre sus manos, eran más víctimas que potenciales asesinos. Decidí documentar sus vidas, hacer una película, y crear una corporación —llamada «Pequeñas Armas»— que se preocupara de que los niños y niñas tuvieron derecho a una infancia sin armas, a crecer sin ser víctimas de la violencia. Lamentablemente pocos escucharon. La mayoría prefirió quedarse en la cómoda indiferencia, en no mirar, en no involucrarse. Después de todo, eso ocurría a tantas cuadras de sus barrios, tan lejos de donde sacaban a pasear a sus perros, a tanta distancia de sus iglesias.

Volante de Desarmemos la indiferencia, Corporación Pequeñas Arma (c)

Sin embargo, ahora que la delincuencia se ha desbordado, ahora que los niños de antes hallaron en esas bandas delictuales o en las organizaciones del narcotráfico algo parecido a una familia, los que antes prefirieron no mirar han puesto el grito en el cielo. Ahora que la delincuencia ha pasado a actuar cerca de los barrios en los que ellos viven, del lugar donde pasean los perros, de las iglesias donde conversan con Dios, exigen mano dura, seguridad policial, recuperar la tranquilidad. Pero aun así siguen indiferentes al problema de fondo, a la vulnerabilidad en la que crecen esos niños y niñas.

Por lo mismo lanzamos una campaña que lleva por nombre “Desarmemos la indiferencia”, porque el problema no está tanto en los barrios de la élite, en las casas asaltadas, como en las poblaciones donde, al igual que hace diez años, los niños y niñas siguen creciendo sin tener derecho a una infancia que desnaturalice a la violencia.

Somos cómplices de lo que les pasa a esos niños y niñas, somos cómplices de las muertes que sus manos provocan. Hagámonos parte de esto, porque, en mayor o menor medida, somos todos responsables, somos todos culpables.

Manuel Tello, Corporación Pequeñas Armas (c)

Manuel Tello
Director y fundador de la corporación Pequeñas Armas y de los talleres PonleColor.
http://corporacionpequenasarmas.cl/