El proceso para definir qué Patrimonio se protege debiera ser un proceso ciudadano, porque, en esencia, son las comunidades -sus identidades, memorias, espíritus- las que se resguardan, se cuidan, se protege.

La propuesta de Ley de Patrimonio que ingresó hace dos semanas el gobierno al Parlamento transforma la decisión de definir qué se protege básicamente en manos de funcionarios públicos que harán del los procesos muchas veces un acto burocrático, lejos del sentido profundo del Patrimonio, independiente del signo del gobierno de turno.

El Consejo Nacional de Patrimonio Cultural tendrá 10 funcionarios públicos elegidos por el Presidente y 7 representantes de la civilidad elegidos por el Presidente a partir de ternas presentadas 6 casos por las organizaciones y la otra por un funcionario público.

En el caso de los Consejos Regionales de Patrimonio Cultural, 8 serán funcionarios públicos elegidos por el Presidente y los otros cuatro elegidos por el Delegado Presidencial a partir de ternas presentadas por organizaciones.

El Patrimonio Cultural es, en síntesis, lo que quiere preservar una comunidad (una ciudad, región, el país, el mundo) porque lo considera importante para su memoria, su identidad.

Qué es Patrimonio Cultural es una pregunta -en muchos casos, en especial en los límites- compleja que lleva a muchas otras, como es definir los elementos que realmente definen a esa comunidad. Las características propias que se deben conservar, que le son esenciales.

El ejercicio de “bajar” las definiciones que la UNESCO tiene en este tema obliga a seleccionar, optar, tener una mirada -rica, compleja y viva- tanto del pasado como del futuro que, al mismo tiempo, logre interpretar a los grupos que se quiere proteger. Porque, en definitiva, lo que se protege, más que los bienes culturales, son las personas para las cuales ese Patrimonio Cultural tiene sentido.

Siguiendo este razonamiento, resulta del todo central saber elegir a las personas que serán las encargadas de determinar qué es Patrimonio Cultural (protegido) y qué no. Esas personas no sólo deben ser representativas de sectores, aspectos o conocimientos importantes, sino que deben tener la sensibilidad para representar o empatizar con esa diversidad de “comunidades” que constituyen una comunidad.

Deben ser personas con sabiduría, porque no es el conocimiento el elemento central, ya que éste puede ser consultado o adquirido. Es sabiduría para captar la esencia de las comunidades (o de alguna de sus características) y entender cómo un determinado bien la puede preservar, o reforzar esa identidad.

¿Cómo un grupo de funcionarios públicos, sin dedicación exclusiva, puede cumplir bien la tarea de definir lo que es Patrimonio Cultural?

Lo puede hacer con buena voluntad, con sus conocimientos. Pero lo hará en medio de otras tareas y, en especial, supeditado a las órdenes que reciban de sus superiores, o haciendo primar criterios político-partidistas cuando estén en esos cargos por esos motivos.

Y será deficiente porque es muy difícil sacarse el rol de “funcionario público” para asumir otro de “ciudadano”, con empatía con las comunidades.

El proyecto de Ley de Patrimonio Cultural es un retroceso a la Ley de Monumentos Nacionales (Ley 17.288) en cuanto a la composición del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural y de los Consejos Regionales de Patrimonio Cultural (reconociendo un avance el crear estos últimos para descentralizar), creando entes con absoluta mayoría de funcionarios públicos, dejándolos a merced de los gobiernos de turno.

La Ley de Patrimonio Cultural ingresado al Parlamento para su tramitación es, en este punto, un desatino y un peligro mayor. Porque sabemos que los gobiernos le dan la espalda a las comunidades, pero nunca (o rara vez) a las grandes empresas, a las inmobiliarias.

La composición del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural y de los Consejos Regionales de Patrimonio Cultural son una forma de limitar a las comunidades, las únicas que verdaderamente están interesadas y tienen (cierta) autonomía para poder luchar por el patrimonio.