Su jornada empezaba todos los días a las 6 de la mañana. Se vestía prolijamente, ordenando su cabello y vistiendo su insigne “abrigo escuelero”, que aún siendo el único atuendo de su empobrecido guardarropa, debía lucir impecable.

Aquella joven de sólo 19 años debía caminar cerca de 10 kilómetros para llegar desde la carretera transitada más próxima -donde generalmente hacía dedo para trasladarse- hasta la escuela de la reducción mapuche de Nehuelbe, ubicada en la cordillera de Nahuelbuta, cerca de Angol en La Araucanía.

“En ocasiones, había llovido tanto que el camino estaba totalmente cubierto por una capa de barro gredoso y uno se hundía como en la nieve. Al final me quitaba las botas de goma y lo transitaba a ‘pata’, porque me salía más rápido”, evoca ahora Eliana, con la suave risa que le permite el recuerdo de cinco décadas atrás.

Pero entonces Eliana Carrasco no era una de las alumnas del recinto. Era la profesora. No cualquier profesora, claro: una profesora normalista.

¿Por qué los profesores normalistas conservan en nuestro país un aura de disciplina, respeto, calidad y casi misticismo, pese a que su última escuela cerró en 1974? ¿Qué les hacía ser tan especiales? Y lo más intrigante, si eran tan buenos, ¿por qué se dio fin a su método educativo?

Personalmente, creo que son una especie de secta. Los últimos caballeros Jedi de la educación.

Y se nota en Eliana apenas ingresa a cualquier habitación. Sus 68 años a cuestas no le impiden caminar orgullosamente erguida, imponiendo autoridad al sólo verla. Basta que ella diga ‘No’, firme, pero sin alzar la voz, para que se detenga el mundo. Basta que diga ‘Haremos esto’, para que eso se haga, sin discusión.

(Y no sólo porque sea mi suegra).

“Teníamos una educación muy estricta”, dictamina. “El profesor debía ser una autoridad que se imponía por presencia. Era un modelo a seguir al que los padres confiaban ciegamente sus hijos. Si un profesor aplicaba un castigo a un niño, este se debía cumplir”.

El año pasado, un grupo de profesores irrumpió en el lobby de Canal 13 en Santiago para demandar mayor cobertura de los medios a sus demandas. Un periodista del canal contaba que vociferaron protestando, donde una voz sobresalió a las demás:

“¡A ver si ahora nos toman en cuenta los rechuchesumadres!”

Aún así, parece que hasta el día de hoy nadie los toma en cuenta.

¿Dónde estaba el secreto de los normalistas? ¿Dónde estaba la diferencia?…

Escuelas Normales: La necesidad de educar al pueblo para que sea soberano

La historia de las Escuelas Normales comienza junto con la independencia de nuestro país. Tras emanciparnos por la fuerza de España y conscientes de que para mantenernos libres era necesario contar con ciudadanos conscientes de sus deberes y derechos, los padres de la patria comenzaron una labor exploratoria de sistemas educativos que permitieran crear sujetos productivos y, a la vez, políticos.

Según explican las investigadoras de la Universidad Arturo Prat, Myriam Zemelman y Sonia Lavín en su ensayo “Formación Normalista versus Formación Docente Universitaria“, fue en junio de 1842, durante la presidencia de Manuel Bulnes que se creó la Escuela Normal de Preceptores. Las palabras de su fundador, Domingo Faustino Sarmiento, estremecen hasta hoy:

“La educación pública tiene por objeto mejorar intelectual, física y moralmente a la clase más numerosa y pobre de la sociedad, capacitándola para participar en el progreso cultural”, sentenciaba.

Y vaya que era necesario. Nuestro primer censo realizado en 1854 detectó que sólo el 13.5% de los chilenos de la época sabían leer y escribir, según establecen los archivos del Instituto Nacional de Estadísticas (INE).

Durante las décadas siguientes, las Escuelas Normales sufrieron varios cambios tendientes a su expansión y mejora. Comenzaron a fundarse por todo el país para dar abasto a la creciente demanda de profesores, ya que en 1860 se decretó la educación primaria gratuita, abriéndose escuelas en todo departamento con más de 20.000 habitantes, mientras su gestión era retirada a las municipalidades para quedar directamente bajo el alero del Estado (cómo da vueltas la vida, ¿eh?).

Hacia 1880, las Escuelas Normales recibirían la influencia directa de profesores traídos desde Alemania, para instaurar los principios de enseñanza del filósofo, psicólogo y educador germano, Johann Friedrich Herbart. Esto llevó, entre otras cosas, a reemplazar el aprendizaje memorístico francés usado hasta entonces con el uso del razonamiento y la observación por parte de los alumnos.

www.elquintopoder.cl

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Por primera vez, a los chilenos se les enseñaba a pensar.

Ya entrado el siglo XX, para 1920 se sumó a esto la corriente de pensamiento del también filósofo, psicólogo y pedagogo estadounidense John Dewey, cuyo “Credo Pedagógico” inspiró a los nuevos docentes, quienes ya poseían un interés más centrado en la formación integral del alumno, pero ahora cambiando el foco desde la admiración europea hacia los valores y necesidades locales de un Chile que cumplía su primer centenario.

Dos últimos cambios marcarían el inicio de la época de oro de los profesores normalistas: primero, la promulgación de la resistida ley de educación primaria obligatoria; segundo, la ampliación de las escuelas de preceptoras, llegando al punto en que las profesoras mujeres superarían en 2/3 a sus pares hombres, en una época donde ellas ni siquiera tenían derecho a votar.

Que lo obtuvieran dos décadas más tarde, seguro no fue una coincidencia.

Sin duda Chile había cambiado mucho. Si en 1875 habían 65 mil alumnos, quienes eran instruídos por 1.100 profesores en 800 escuelas; para 1920 la matrícula había superado los 300 mil estudiantes, con 7.000 profesores haciendo clases en 3.000 escuelas a lo largo del territorio nacional, establece el INE.

Pese a ello, la cantidad de profesores que una escuela normalista era capaz de producir seguía sin dar abasto a la demanda, lo que -junto a un factor absolutamente inesperado- acabaría siendo su perdición.

Pero calma, no nos adelantemos.

El dulce aroma de los azahares

Con una esperanza de vida que apenas te auguraba medio siglo de fiesta para la década de 1950 en Chile (hoy supera los 80 años, según datos del Ministerio de Salud), no había mucho tiempo para gastarlo decidiendo qué quería hacer uno de su existencia.

“A la Escuela Normal se postulaba cuando uno tenía de 13 a 15 años. Debías estar entre los primeros lugares en notas y comportamiento del curso para tener una posibilidad de ser seleccionado, ya que sólo se aceptaba a los mejores”, rememora Eliana.

Por entonces alumna de 14 años en la escuela 6 de Lautaro, localidad cercana a Temuco, Eliana Carrasco tuvo que viajar en 1961 a Victoria para rendir un exigente examen que duraba 2 días. Junto a otros 100 postulantes, debía rendir pruebas que cubrían todos los campos imaginables, desde conocimientos y actualidad, hasta rendimiento físico y aptitudes musicales, pasando por habilidades manuales.

También se debía pasar un examen que comprobara que tu salud era compatible con la profesión. Si ibas a ser destinado como profesor rural, tendrías mucho que soportar.

“Un mes después recibí una carta de que había sido aceptada, junto a un prospecto que me instruía sobre qué ropa e implementos debía llevar al internado. Pasaría los siguientes 6 años de mi vida en la Escuela Normal de Angol”, declara con orgullo.

- ¿Usted tenía que pagar algo por esa instrucción? – pregunto.
- Nada. La educación de un profesor normalista era totalmente gratuita. Sólo se necesitaba la vocación y las ganas.

Escuela Normal de Angol | Iván Riffo C.

Escuela Normal de Angol | Iván Riffo C.

Las normas del internado eran simples pero estrictas. A las 6:30 de la mañana estaban todas en pie y debían deshacer sus camas. Luego a tomar desayuno y posteriormente, clases desde las 8. Al mediodía se regresaba para hacer las camas, una vez que las habitaciones estaban aireadas. En la tarde, habían periodos de estudio y también de descanso.

“Nos insistían en el que el primer año era de prueba, para ver si aguantábamos. Sin embargo había muy poca reprobación o deserciones. Curiosamente, nuestro curso era mixto porque tenía 2 hombres… que estaban en modalidad de externado, claro. Fueron los únicos que no terminaron”, dice Eliana.

Le comento que me da la impresión de que la educación fuera marcial, casi militar. Mi suegra hace una mueca de rechazo.

“En absoluto. A veces te levantabas a las 4 ó 5 de la mañana a estudiar, pero lo primero que sentías era el aroma de los azahares en los jardines de la escuela, que eran como los de un palacio. En la tarde nos daban permiso para tocar instrumentos y bailar en medio de aquel parque tan cuidado. Teníamos clases de jardinería, de artes manuales. Era algo poético”, replica ella, perdida en los recuerdos.

Cada futura normalista tenía una tía y una madrina, ambas apenas unos años mayores que ellas. “La primera se encargaba de apoyarte con los estudios, mientras la segunda te ayuda en tu vida cotidiana. Se creaba un vínculo muy fuerte con ellas y eso después te marcaba como debía ser una como guía”, relata.

No piensen que aquellos 6 años pasaban sólo entre materias teóricas. Cada escuela normal tenía a su lado una escuela de aplicación, donde las impúberes profesoras debían prontamente hacerse cargo de un curso, bajo supervisión de sus instructoras. Eliana tenía 15 años cuando le tocó hacerse cargo de su primer curso, con niños de 5º año.

No había indisciplina alguna.

El profesor como guía de la comunidad

Una vez egresada de la escuela, Eliana Carrasco fue destinada de inmediato a una escuela rural en una reducción mapuche en la localidad de Nehuelbe. Allí, no sólo enseñaba a niños de 1º a 6º de humanidades (6 a 18 años), sino que iba preparada para ser un referente para toda la comunidad.

“Se nos daba una educación integral porque sabían que iríamos a zonas con muchas carencias. ‘Ustedes van a ser una autoridad’, nos repetían. Esto significaba apoyar a la comunidad en todas las formas posibles, desde ser consejero familiar hasta hacer de juez en disputas e incluso colocar inyecciones. Cada vez que había una reunión se invitaba al profesor para saber qué tenía que decir. Imagínate, a veces era gente adulta, vieja, y venía a consultarla a una que apenas tenía 20 años, porque uno se ganaba esa autoridad”, indica Eliana.

Estudiantes normalistas en clase de agricultura (1923)

Estudiantes normalistas en clase de agricultura (1923)

Con los niños las cosas no eran más sencillas. Si bien recuerda su escuela de Nahuelbe como un recinto humilde y cálido, también era un lugar muy pobre. “Algunos niños recorrían kilómetros con una banca porque en la escuela no habían suficientes sillas donde sentarse. Luego las cargaban de vuelta a sus casas, porque allá tampoco tenían muebles”, confidencia.

Para el profesor, no habían horarios de término de su jornada ni tampoco reservas en la relación con sus alumnos. Por el contrario, el normalista se interesaba en cada uno de ellos y los preparaba para la vida.

“Los profesores almorzábamos junto con los niños. Si veíamos que uno no sabía comer adecuadamente, le enseñábamos a usar el servicio y a tener modales en la mesa. Luego, en cada asignatura les inculcábamos el respeto por la persona”, cuenta.

Entonces decido abrir los fuegos.

- ¿Había castigos físicos cuando un niño se portaba mal?

Mi suegra titubea un momento y luego admite: “Sí, lo había. Les dábamos varillazos en las manos. Pero todo era con el consentimiento de los padres. Ellos sabían que si los castigábamos era porque lo merecían. Más aún, el niño después ni contaba en la casa porque si se enteraban de que los habían reprendido en clase, los papás les daban una tunda peor”.

“Pero, ¿sabes?” -continúa- “Si tú tomas un niño desde chiquitito y le enseñas cuáles son sus derechos y cuáles son sus deberes, no son necesarios los castigos. No era algo común. Por el contrario, muchas veces nosotros defendíamos a los niños de padres abusivos que los golpeaban”.

Años, muchos años más tarde, Eliana le pidió a un amigo transportista que la llevara a ver su recordada escuela. En el camino, ya no estaba la roca donde ella y una colega se sentaban para comer algo en medio de un temporal, con la esperanza de encontrar locomoción, mientras sus lágrimas de sacrificio se mezclaban con la lluvia.

Aquello ya era un mal presagio. La escuela se había quemado por completo. Sólo quedaban los cimientos.

La tierra de Nahuelbe volvió a nutrirse por última vez con las lágrimas de Eliana.

Golpe a Golpe

La carrera de Eliana Carrasco la llevó hasta la escuela de Río Claro, cerca de Yumbel. Allí hizo frente a otro tipo de pobreza y negligencia paterna, que dejaba una dura marca en los niños. Nuevamente, la formación del profesor normalista entraba en acción.

“Estaba David… era un chico muy desordenado. Era un caso perdido. Sus padres lo tenían prácticamente abandonado. Nadie sabía que hacer con él. Un día le dije si quería ir a mi casa a tomar once. Sus ojos se le iluminaron, quizá sólo por la perspectiva de pasear en mi cacharro, pues en esos años habían muy pocos vehículos. Recuerdo que se fue todo el camino pegado a la ventana”, rememora entre risas.

El muchacho comenzó a ir dos veces por semana a la casa de Eliana, donde almorzaba y tomaba once, además de jugar con sus propias hijas. Poco a poco fue adquiriendo modales y rectificando su comportamiento, gracias a la nueva imagen materna.

Aquello no había sido una aventura personal de mi suegra. Por entonces era común que un profesor normalista que notara una carencia especial en uno de sus alumnos lo llevara a su casa a compartir con su familia para adquirir hábitos. El propio hermano menor de Eliana, quien vivía en Villarrica y se sentía extraviado tras la separación de sus padres, encontró cobijo en el hogar de un profesor normalista.

(Admitámoslo: hoy, cualquier docente que se llevara un alumno o alumna a su casa tendría una camioneta de la PDI esperándolo fuera, por degenerado).

“Si ves a alguien que no es su padre o madre llamándole la atención a un niño en la calle, es posible que sea un profesor normalista. Tenemos esa tentación de seguir educando porque nos quedó inculcado desde la adolescencia. Eso es algo que no puedes enseñar cuando un joven entra a la universidad y ya tiene 20 a 25 años”, sentencia Eliana.

Mi suegra siguió ascendiendo hasta llegar al Centro de Educación General Básico de Angol, donde además de mejorar su estándar de vida, evitaba las largas caminatas o traslados de sus escuelas anteriores.

Pero la satisfacción le duraría poco. Exactamente hasta el 11 de septiembre de 1973.

Empleados de La Moneda obligados a lanzarse al piso (1973)

Empleados de La Moneda obligados a lanzarse al piso (1973)

“Yo estaba propuesta como candidata para ir a una lista de la SUTE (Sindicato Único de Trabajadores del Estado). Lo irónico es que ni siquiera alcanzaron a inscribirme, pero eso bastó para que me pasaran a una lista negra tras el Golpe”, declara.

Junto a otros 11 colegas también tachados de “opositores”, los trasladaron a la más distante escuela de Huequén, donde el director había sido removido y reemplazado por otro administrador afín al nuevo régimen.

“Nos hicieron pasar uno por uno a la oficina del director, con una patrulla militar dentro. Me hicieron vaciar la cartera sobre la mesa mientras me apuntaban con un rifle. Entre mis cosas encontraron el servicio que utilizaba para mi almuerzo. Vieron el cuchillo de mesa y anotaron ‘porta arma blanca’. Era ridículo”, describe.

La experiencia dejó a Eliana con un trauma tras el que no admite que nadie revise su cartera. Sólo una década después permitiría que su hija menor fuera la única que volviera a meterse en su cartera (por coincidencia, mi esposa, quien mantiene la costumbre ahora abriendo mi billetera).

Las excentricidades de los militares no quedaron ahí. En una larga lista de prohibiciones, vetaron el uso del lápiz rojo (sí, en serio), restringieron el uso de la tiza al punto que los profesores debían comprar de su propio dinero para seguir enseñando, y en las clases de historia, el director siempre estaba presente para supervisar que los profesores no dijeran nada “subversivo”.

Dentro de todo, Eliana tuvo suerte. Algunos de sus colegas fueron tomados prisioneros y torturados. Otros salieron al exilio.

Lo divertido -si algo de ello podría caber- era que los niños no respetaban a los militares. “Cuando un oficial entraba a una sala y gritaba ‘¡silencio!’, los alumnos se reían de él. Tenía que intervenir el profesor para que los escucharan”, cuenta.

“Es una pena. Creo que las Fuerzas Armadas se perdieron una gran oportunidad de trabajar junto a los profesores, no contra ellos”, se lamenta Eliana.

Un año después, a medida que las universidades seguían abriendo carreras de pedagogía, la Dictadura consideró que las Escuelas Normales eran demasiado caras y tardaban demasiado en la formación de docentes. Las aulas que habían dado forma a los chilenos desde el nacimiento de la República cerraron sus puertas definitivamente en 1974.

La cultura del sacrificio

Mientras conversamos al calor de una estufa a leña en su casa de Los Ángeles, en la televisión muestran la furia de los profesores por la aprobación de la idea de legislar sobre la carrera docente. Hay gritos, groserías, empujones y tironeos con Carabineros en las escalinatas del Congreso. Mi suegra mira y mueve la cabeza con reprobación.

Como buen periodista cizañero, trato de que me hable mal de los profesores actuales. Que están mal preparados, que son groseros, que no tienen idea de lo que están haciendo. Ella sin embargo, es directa pero diplomática.

“Los profesores no son como antes. Hoy muchos de quienes estudian pedagogía es porque no les alcanzó el puntaje para otras carreras. Tampoco tienen espíritu de sacrificio, sino que están inmersos en la inmediatez. No es sólo culpa de ellos: nuestra sociedad ha avanzado mucho en la concesión de derechos, pero no en enseñar los deberes”, esgrime.

- Muchos culpan la mala calidad de los profesores a los bajos salarios… – intervengo.

Mi suegra sonríe, se pone de pie y regresa con su cartola de pensión. Es increíble: por sus 27 años de trabajo recibe una mensualidad de 90.057 pesos.

“Mi sueldo era bastante pobre. Además en esos tiempos no se pagaba mensualmente, sino que uno comenzaba a trabajar en marzo y el pago llegaba un año después, cuando se firmaban los decretos. Uno tenía que sobrevivir de ahorros y como pudiera durante ese tiempo. Además, mientras trabajé en Yumbel y en Mulchén durante la Dictadura no me pagaron imposiciones. Y claro, entonces uno no podía reclamar”, agrega.

(No se preocupen por mi suegra. Gracias a una buena planificación familiar y a costa de sacrificios durante su juventud, su marido, quien era inspector de escuela, cambió de rubro para estudiar medicina y actualmente viven con comodidad. Sin embargo algunas de sus colegas no tuvieron esa fortuna. Una de ellas recibe 130 mil pesos de pensión por 30 años de trabajo y con eso debe mantenerse).

“Hoy un profesor puede ganar más que un periodista”, me dice en pícaro contraataque. Y tiene razón. Contrario a la creencia popular, desde el retorno a la democracia los sueldos de los docentes se han incrementado de forma permanente. El sueldo mínimo de un pedagogo que hace 44 horas semanales es de 636 mil pesos, y en la reforma se propone incrementarlo a $950 mil.

- Pero no la entiendo -le digo- Si ser profesor normalista en sus tiempos era tan sacrificado y hasta mal pagado, ¿por qué quiso ser profesora?

Mi suegra se incorpora en su silla y me dice severamente, como si me estuviera impartiendo una lección.

“Por realización personal. Porque era un privilegio y un honor. En ese tiempo no había necesidad de decir que eras profesor porque la gente en la calle lo percibía. Había un componente vocacional muy fuerte, de amor no sólo por la humanidad sino que por cada ser humano. Cuando conversaba con mis alumnos, su dolor era mi dolor. Sus logros eran mis logros. Eso me llenaba de satisfacción”, explica.

“Los mejores años de mi vida fueron como normalista, tanto alumna como profesora. Cuando hablaba con los niños siempre les decía, ‘ustedes son lo más importante que yo tengo, y yo debo ser lo más importante que ustedes tienen, pero eso me lo tengo que ganar’”, concluye.

Es hora de cerrar los libros. Se ha acabado la lección.

David Cortés Serey | Agencia Uno

David Cortés Serey | Agencia Uno

Bonus Track: “Porotos con Semen”

Por supuesto, una vida de docencia en distintas comunidades arrastra una retahíla de anécdotas, pero quizá la mejor que recuerda mi suegra es la de los “porotos con semen”.

Tranquilos, ya viene la explicación.

Mientras trabajaba en la escuela de Nehuelbe, un día llegó una apoderada -la madre del único niño no mapuche, de apellido Otone- preocupada a consultar con ella.

- Profesora -le dijo con respeto- ¿qué le dan a comer a los niños en la escuela?
- Bueno, legumbres, leche, preparados… lo normal. ¿Por qué?
- Es que… -dijo la mujer bajando la voz algo abochornada- mi hijo dice que les dan semen.

Mi suegra no daba crédito a lo que escuchaba. ¿De dónde podían haber sacado eso? De inmediato fue a hablar con la manipuladora de alimentos, también mapuche, por cierto.

- Oiga Domitila, ¿qué les dio de almuerzo a los niños hoy?
- Lo de siempre no má’ pue: porotos con semen.

Y entonces mi suegra reparó en los sacos grandes que enviaba el gobierno, con una mezcla fortificante para agregar a la comida. Sobre el saco se leía en letras grandes las siglas “SCM” (Sopa Completa Mixta).

De haber ocurrido hoy, sería el escándalo de la semana en Primer Plano.