Esta mañana fuimos con Alejandra y la familia gatuna a la clínica veterinaria para que le quitaran los puntos a la gata tras haberla esterilizado. Llevamos con ella a sus pequeños para que no se sintiera ansiosa y funcionó. Durante el rato que esperamos, se ovilló al interior de su jaula transportadora, flanqueada por sus gatos, uno a cada lado.

Antes de nosotros habían dos pacientes caninos. Uno era una perra que para sus 4 meses ya era bastante grande. Una loca adorable que sólo quería saltarle encima a todo el mundo y lamerlo. De pelo brillante, ojos vivaces, sólo iba por sus vacunas. Era la imagen misma de la felicidad. Y cómo no, si sus dueños la habían rescatado de la calle cuando era una bola apelmazada, unos meses antes. Así valoran los quiltros el amor. El ya no pasar hambre, soledad ni frío.

Pero el otro perro no podía ofrecer más contraste.

Echado en una caja grande de frutas, yacía un cocker… o lo que quedaba de él. Pese al chaleco que tenía puesto y a que la consulta estaba calefaccionada, temblaba en pequeñas convulsiones. Estaba inconsciente, o muy cercano a ello. La oreja, la tenía destruída.

No nos costó entablar conversación con su dueña, una señora de mediana edad que sólo lo miraba con cara de contricción. Necesitaba hablar.

El perro era viejo. Tenía 15 años. Le había dado una otitis que se salió de control y, de alguna forma, un insecto depositó larvas en su herida que le carcomieron la piel. A partir de entonces su salud se vino abajo. Llevaba más de una semana sin comer y la noche anterior, se había negado a tomar agua.

- Creo que ya no quiere seguir viviendo – dijo la mujer resignada.

Los animales lo saben. Saben cuando dejar de luchar. Cuando dejarse ir. Me pasó con Taz, uno de mis gatos, que cuando languidecía, con una sola mirada, sólo me pidió compañía y que lo dejara morir. Exhaló horas más tarde abrigado, a los pies de mi cama.

Pero este pobre perro era un espectáculo que te amuñaba el alma. Cada cierto rato, daba pequeños gemidos y se estremecía. La estaba pasando muy mal.

- Vamos a ver qué me dice el veterinario. Aunque creo que sé cuál será la respuesta – nos confidenció su dueña.

Cuando la llamaron, le deseamos suerte, significara lo que fuere. Me acerqué discretamente a mi señora y le susurré que lamentablemente ese perro iba a salir en una bolsa. Era evidente.

A los pocos minutos, confirmando mi presagio, su dueña salió del box sola, con los ojos llenos de lágrimas. Además de todo el veterinario le había detectado tumores. No había nada que hacer.

- Lo harán dormir – nos dijo llorosa.

Lo lamentamos, pero todos sabíamos que era lo mejor.

Al rato, con mucho respeto, una asistente llegó con la caja y el cuerpo ahora inmóvil del perro. Lo cubrieron con una bolsa. La mujer se lo llevaría, seguramente para sepultarlo.

Con mi señora guardamos silencio por un rato ante la escena. Finalmente, ella me dijo:

- Es absurdo que en este país todo el mundo entienda que un perro tiene derecho a dejar de sufrir, pero no un ser humano.

Y tiene razón. Dentro de las ironías de nuestra tierra, el único derecho que perros y gatos tienen sobre los seres humanos -si tienen la suerte de contar con uno que se preocupe de ellos- es que se les ponga fin a sus sufrimientos. Las personas, nosotros, los seres superiores, debemos bancárnoslas hasta el final. Sin importar el dolor propio o de nuestras familias. Estás condenado a vida. Si es que aún así puedes llamarle.

Nunca he comprendido a los detractores de la eutanasia. En el aborto, vale, hay campo para discutir. ¿Pero por qué habrías de negarle a alguien su legítimo derecho a decidir que quiere poner fin justificado a su dolor?

He escuchado algunos argumentos y, con todo respeto, cada cual es más estúpido. Que la eutanasia es una excusa para no mejorar los sistemas públicos de salud. Que sólo Dios puede quitarte la vida (aunque seas ateo). Y mi favorito: que la eutanasia es el primer paso hacia la eugenesia de los nazis, donde podremos deshacernos por orden estatal de discapacitados, deformes y viejos.

(Una absoluta incongruencia que ni siquiera distingue el suicidio del homicidio).

Si ya hemos abierto una brecha en la discusión de los derechos individuales más fundamentales, como el de amar en las parejas del mismo sexo, o el de las mujeres a decidir con su cuerpo, sólo queda esperar a que sigamos avanzando y algún día las personas podamos decidir, de manera libre y consciente, que tenemos derecho a abandonar este mundo en paz y dignidad.

Que tenemos derecho a morir como un perro.

Christian Leal Reyes
Periodista – Director de BioBioChile