El Instituto Nacional parece estar amenazado en su lugar de faro y emblema de la educación pública chilena. El Instituto es mi colegio, ocupa un lugar en mis afectos y en la historia de la educación. Nadie discute ese lugar, muchos lo usan y pocos lo toman en serio.

Como se trata de un problema familiar, me permito invitar a mis compañeros a soltar los fantasmas, a dejar que la historia haga su trabajo y a no dejar que las memorias de una infancia heroica nublen su juicio sobre los sentidos actuales de la educación. Es hora de dejar de llorar las glorias pasadas y compadecerse por el porvenir. Es hora de ver cuánto vale el capital cultural del Instituto Nacional y de proyectarlo como ventaja legítima en favor de sus estudiantes, sean quienes sean. Fin de mi carta de ex alumno.

Tal vez se me conceda que la sociedad que creó el Instituto Nacional en 1813 no es la misma que hoy se enfrenta a la redefinición de su misión. Este ya no es el proyecto de país de José Miguel Carrera. Ya hemos pasado por esa ilustración en la que bastaba un ‘foco de luz’ de la nación. Los relevos que necesita Chile hoy, en las instituciones, las organizaciones sociales y las empresas, son multitudes y no puñados. Son socialmente diversos, culturalmente heterogéneos y la educación debe apostar a dispersarlos todavía más. No necesitamos recuperar viejos privilegios exclusivos. El ascenso social en la modernidad no es un acceso a círculos oligárquicos sino a la participación igualitaria y libre en los asuntos de un país abierto.

El Instituto no le debe nada a la selección de los alumnos. Puedo dar fe de eso. Su diferencia se funda en una mezcla incomparable de mística institucional y profesores apasionados. Sin embargo, parte de su éxito radica en el despoblado con el que se compara. Los resultados de Instituto Nacional, incluso en las mediciones que lo favorecen, son muy insatisfactorios. Un promedio de 660 puntos en la PSU significa que un tercio de los egresados se arrastra cerca de los 500 puntos. Un 3% de puntajes nacionales y un 33% que apenas sabe leer y contar.

El país no necesita más elites garantizadas en la cuna o en la selectividad de la educación. El modelo de privilegios que algunos confunden con el sentido del Instituto Nacional es un enorme desperdicio de talento. Hoy en Chile, ni siquiera la meritocracia justifica el elitismo. Para dar un salto en el crecimiento y en la convivencia, la educación chilena debe pasar de un modelo de segregaciones y exclusiones a uno jugado en la modernidad y la democracia. Esto significa pasar de instituciones de apropiación del saber a instituciones de crecimiento, difusión y acceso libre al conocimiento.

Necesitamos producir una convergencia entre las necesidades de la sociedad y las de los jóvenes. Necesitamos un modelo de crecimiento que se base en la gente, en sus libertades y sus capacidades. El Instituto Nacional puede ser un aporte en este proceso si logra desarrollar y adaptar su capital cultural a los desafíos que vienen, en vez de quedarse en la añoranza de los tiempos idos.

Fernando Balcells
Sociólogo, escritor y director de la Fundación Chile Ciudadano