Bajo el calor húmedo de la costa cercana, duerme un pueblo que luce distinto a otros de El Salvador. No se oye el bullicio de negocios callejeros, muchas de sus casas de estilo estadounidense están vacías y sus rótulos en inglés dicen: “Welcome to Intipucá City”.

“The place to be” (El lugar donde hay que estar), agrega el letrero de entrada a Intipucá, 200 km al sureste de San Salvador. Paradójico para un pueblo de tantos adioses, ícono del éxodo de Centroamérica, con 5,3 millones de personas en Estados Unidos, de los cuales 2,9 millones son salvadoreños.

Junto a la calle “El hermano lejano”, el parque central “Los Emigrantes” tiene un monumento al agricultor Sigfredo Chávez, primer intipuqueño que en 1967 partió mochila al hombro, buscando mejores horizontes.

Sigfredo llegó a Washington a lavar platos, a los tres meses envió la primera carta a Intipucá y corrió rápido la voz que ya estaba trabajando. Luego buscó llevar a la familia, marcando el inicio de la migración masiva salvadoreña.

Tras su huella han salido unos 5.000 lugareños, concentrados en Washington, Maryland y Virginia. Entre los 7.000 que viven en Intipucá es casi imposible hallar uno sin familia en Estados Unidos.

De vestido y delantal verdes, y una gorra del equipo de fútbol americano Washington Redskins, Matilde Argueta, de 79 años, pasa los días lejos de sus cuatro hijos sentada en el portal de su casa, donde vende frutas y verduras.

“Enviudé con niños pequeños. Para criarlos me maté cultivando maíz. Hay que aceptar que se vayan a hacer su vida. No podía darles más y allá están saliendo adelante. Sólo queda encomendarlos a Dios”, dice a AFP, con una foto de sus hijos entre los dedos temblorosos.

Uno de ellos no la llama hace 18 meses, los otros envían de vez en cuando unos 200 dólares que se le van en comida y medicinas. Vive con tres nietos y la esposa de un hijo que murió por una enfermedad.

“La migración ha sido buena y mala: ayuda a la economía del pueblo, donde no hay empleo o los sueldos son de hambre; pero trajo desintegración familiar”, dice el síndico municipal Santos Portillo.

AFP

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Dollar City

Intipucá no es más aquel pueblito que sobrevivía de los algodonales. Con la crisis de precios del algodón en los años 1960, muchos -como primero hizo Sigfredo- vendieron o hipotecaron sus tierras, o se endeudaron para enrumbar al norte; más tarde otros huyeron de la guerra que desangró a El Salvador entre 1980 y 1992.

El temprano envío de remesas familiares cambió el rostro de Intipucá, llamada “ciudad del dólar” porque, entonces sin casas de cambio -hoy hay tres-, circulaba esa moneda dos décadas antes de la dolarización de la economía salvadoreña en 2001.

Su nombre es un vocablo indígena que significa “Gran arco de la boca”, pero mucho se escribe y pronuncia en inglés: “History of Intipucá”, titula una reseña colocada en el parque.

El pueblo tiene una página en internet (www.intipucacity.com) que siguen los intipuqueños del exterior. Su calle principal lleva el nombre del exembajador estadounidense William Walker, cerca del “New style salon and barber shop” (Salon de nuevo estilo y barbería).

“Hay mucha deserción escolar y parásitos que sólo esperan las remesas para derrochar, mientras sus parientes trabajan doble turno para mandar dinero”, lamenta Portillo, con dos hijos emigrados ilegalmente.

Los emigrantes ayudaron a construir el estadio, la iglesia, la Casa de la Cultura y el complejo educativo. Los caminos de tierra pasaron a ser asfaltados; las casitas de bahareque, adobe o techos de zinc, casonas de cemento, ladrillos, columnas y enrejados.

Muchas permanecen con un cuidador y sólo se abren cuando llegan sus dueños en vuelos que fletan para las fiestas del pueblo cada marzo, llevándose a ‘Miss Intipucá-USA’ escogida entre las intipuqueñas en Estados Unidos.

“Es un pueblo dormido por la migración, sin desarrollo ni vida propia”, comenta a AFP Omar Blanco, quien emigró de 15 años en 1980, lavó platos, limpió mesas, pintó casas y trasladó emigrantes para los coyotes hasta que en 2006 fue deportado por ilegal.

Aunque las remesas son vitales para Intipucá y el país -4.000 millones de dólares en 2013, 16% del PIB-, en los últimos años bajaron por la crisis en Estados Unidos. “Si allá no están bien, aquí estamos mal”, resume Portillo.

Pero el éxodo continúa. Muchos siguen endeudándose para pagar los 9.000 dólares que cobran los coyotes e ir tras el “sueño americano” por caminos plagados de peligros en los que miles han muerto.

“Aquí vivimos casi sólo ancianos y los ‘derrotados’ (deportados) de allá”, dice doña Matilde.

No sabe leer ni escribir para “mensajear” por celular con sus familiares, como muchos del pueblo. Pero abriga esperanzas de que sus hijos vuelvan para “estar” y quedarse.

“Tan siquiera en los últimos días de mi vida”, lanza desde el corazón, mirando la foto con ojos vidriosos.

José Cabezas | AFP

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