Fernando Román, un joven que vivió 11 años en “La Gran Familia” -una casa hogar del oeste de México que las autoridades allanaron por denuncias de abusos- reconoció a la AFP haber sufrido severos castigos durante su estadía, pero asegura que las acusaciones son “sumamente exageradas”.

Si haces “todo lo que te toca, te va bien”, de lo contrario habrá castigos que consisten en “levantar una silla (por periodos prolongados de tiempo) o hacer sentadillas o correr. Tú elegías”, cuenta Román, un maestro de música de 20 años que ingresó a “La Gran Familia” cuando tenía ocho.

El joven recuerda sin rencor los “cachetadones” que le propinó uno de los encargados del albergue por levantarse media hora más tarde de lo debido, y relata que algunos de sus compañeros padecieron reprimendas más severas.

“Tres días sin comer” a quienes les robaban sus zapatos nuevos dentro de la casa hogar, y hasta una semana encerrados en el baño y sin alimentos a los que trataban de escaparse, recuerda.

Román asegura que los amigos de los castigados se las ingeniaban para que no pasaran hambre, arrojándoles comida desde la ventana. Además, considera que estas formas correctivas -aplicadas por los encargados del albergue- eran bien merecidas por quienes “no hacían caso, no entendían”.

El martes, las autoridades allanaron la casa hogar -que funciona desde hace más de 40 años en la ciudad de Zamora (oeste)-, donde dijeron haber encontrado a 607 jóvenes -al menos 438 de ellos menores de edad- viviendo en condiciones infrahumanas. Rosa del Carmen Verduzco, fundadora y directora del establecimiento, fue detenida junto a ocho de sus colaboradores.

- A Rosa “la considero mi mamá” -

‘Mamá Rosa’ o ‘La Jefa’, como se conocía a Verduzco, “tiene su carácter, se enojaba mucho, pero siempre fue muy buena (…) La considero mi mamá (…) porque viví más con ella que con mi (verdadera) madre”, cuenta Romero, quien estima que las denuncias en contra de Verduzco son “sumamente exageradas” y hechas por “personas irresponsables que van y dejan a sus hijos” en los albergues.

Contrariamente a lo que dicen las autoridades, Román afirma que “la casa estaba bien”, que es “mentira” que los niños duerman entre ratas y en el suelo como señalan las denuncias, aunque reconoce que los colchones tenían chinches “por los que se orinaban” en ellos.

“Nunca estuvimos mal alimentados, ya que por las mañanas teníamos una porción de sopa, tortillas, un pan, un vaso de atole (bebida a base de maíz) y una fruta”, relata.

Román niega también que hubiera abusos sexuales al interior de la casa, pero reconoce que los internos mayores maltrataban a los más chicos con toda impunidad.

“Hay chavos (muchachos) de preparatoria que eran más rudos que los encargados, y (éstos) no hacían nada (cuando veían que maltrataban a un menor) para evitarse cualquier cosa”, contó.

Según Román, los internados tenían acceso a la educación hasta nivel de bachillerato e incluso universitario si querían dedicarse a la música. Además, niega que los niños fueran obligados a mendigar en las calles.

“No es limosna, eran donativos”, asegura, al explicar que una vez al año pedían dinero de casa en casa, acompañados por un vehículo del ministerio de Desarrollo Social.

- Una vida en el encierro -

Durante su estancia en la casa hogar, Román compartió un cuarto “pequeño” con otras diez personas, nunca tuvo derecho a salir y “por nada del mundo” le dejaban hablar por teléfono con sus allegados.

Según Román, las familias firman un “convenio” al ingresar a sus hijos al albergue, en el que se estipula la mensualidad que deben pagar y la frecuencia con que podrán ver a sus hijos, con un máximo de una vez al mes.

Si la familia no cumple con lo pactado, los niños no pueden regresar con sus familias, incluso si se vuelven adultos durante su estancia.

“Alguien tiene que pagar por ti”, asegura Román, quien desde los 15 años trabajó como maestro de flauta y guardia al interior del internado para poder comprarse ropa y calzado.