No viví la elección de Allende. Tampoco cuando lo intentaron sacar a bombazos de La Moneda. No escuché en vivo a Pinochet diciendo “Se mata la perra, se acaba la leva”, ni cuando el aún presidente de la época alzaba un discurso a través de la radio. No me di cuenta que esas serían sus últimas palabras.
Tampoco viví la tensión de los días posteriores. Menos, cuando interrumpieron los medios de comunicación, o cuando no se publicaban las fotos en los diarios. No viví la época de las filas para comprar comida, o las ollas comunes , y no supe quién eran Merino, Prats, Arellano Stark, Mendoza o Iturriaga hasta que lo leí en la historia.
Dudo haber visto alguna quema de libros, esos que decían inculcar la lacra marxista, de formar a tanta gente malvada, cuya única falta era pensar distinto frente a los grupos de poder que con golpes y prepotencia se habían tomado el país.
No viví la noche del 3 de noviembre de 1983, pero mi mamá sí. Tenía 26 años y dormía abrazada con su hermana, acompañadas en la misma pieza por una amiga de la familia y otro de mis tíos. No estuve con ella cuando los militares rompieron la puerta de su casa, cuando ultrajaron la intimidad de mi familia materna. Cuando desvistieron a las mujeres, cuando mis tías tuvieron que mostrarse desnudas en la infancia ante las metralletas que les golpeaban las rodillas y la cabeza.
Tampoco pude decirle a mi mamá que la buscaría cuando se la llevaron con la cabeza cubierta con una capucha en un furgón. No pude rezar con ella mientras la trasladaban a un centro de tortura. Tampoco pude darle agua, o aliviar alguna de sus heridas luego de los golpes. No pude vestirla mientras estaba desnuda o darle algo de abrigo durante las horas más frías, y menos evitar que todos los militares que pasaran por su lado le tocaran sus partes íntimas, esas que me enseñó a cuidar con tanto recelo.
Fueron 28 horas. Una estadía ínfima en comparación con muchos quienes pasaron semanas, meses años; una eternidad y aún no son encontrados. 28 horas bastaron para joderle la vida completa de ahí en adelante. Y por un error, porque los milicos no hicieron bien la pega, y detuvieron a una cantora de la parroquia, en vez de una “terrorista”.
No viví nada de eso. Pero nací 6 años más tarde, y comencé a vivirlo en el alma de mi madre. No siento el odio, no siento el repudio, sólo siento que duele. Duele ver a un país que continúa dividido en vez de avanzar, que rememora y abre las yagas una y otra vez, y que pese a que ya son 40 años aún no paran de sangrar.
No hay voluntad de reparar el daño. Porque cada vez que se hacen mil actos conmemoratorios, aquellos que sufrieron la injusticia, los vejámenes, las violaciones y perdieron todos sus Derechos Humanos, vuelven a sufrir como el día en que los detuvieron.
Díganme ustedes, ¿de qué sirve “conmemorar”? ¿Cuál es el objetivo de marcar nuevamente una fecha horrible y llena de sangre en manos de la que fue una Dictadura del terror? ¿Que nunca más vuelva a pasar? ¿Realizar un homenaje a los que murieron o sufrieron por culpa de la Dictadura? El único homenaje que podemos realizar es dejar en paz las mentes y las almas de quienes continúan luchando por aliviar ese dolor, porque lo sé por mi madre que nunca se alivia. Y que sientan nuestro apoyo en esa lucha, porque de sus mentes jamás se van a ir las sombras que maltrataron el ser de todos los torturados, detenidos y las familias de los desaparecidos.
Las consecuencias duran toda la vida. No hablo de las físicas, con analgésicos y ortopedia puede que pasen. Pero el daño en las mentes y en el más profundo sentir de cada una de esas personas cuyos derechos fueron violados (y lo más terrible, en algunos casos literalmente), nunca, jamás se va a aliviar.
No viví la Dictadura. Pero he vivido 23 años con sus consecuencias. Nadie tiene derecho a decirme que no puedo opinar, porque sí se cómo fueron las cosas de primera fuente. Y esa fuente me dio la vida. Y no conozco a nadie que quiera conmemorar en serio lo que pasó en esa fecha históricamente trágica para el país.