Dos horas y diecinueve minutos. Ese es el tiempo que necesitó Roger Federer para quedar otra vez a tiro de posarse en la cima del tenis mundial. El suizo le dio el mensaje de enorme jerarquía tenística al actual número 1 del mundo en el court central de Wimbledon.
Novak Djokovic dio lo mejor hasta finalizar el tercer parcial. En el cuarto, Federer se convirtió en el director de orquesta que semejante escenario requiere. 6-3, 3-6, 6-4 y 6-3 fue el número colocado en la chapa. Pero ese número alberga otras situaciones: Federer va en busca del número 1, ya está dicho, si el domingo vence en la final a Andy Murray ; de ganar el match habrá logrado su 7º corona sobre el césped del Abierto de Inglaterra y obtendrá su 17ª corona de un torneo del Gran Slam, récord de récords.
Sin embargo, lo más importante pasa por la leyenda. Porque ésta se hará más grande todavía. A punto de cumplir 31 años, Roger Federer entrega señales de amor por lo que hace, profesionalismo a ultranza, ambición por seguir en la lucha por obtener más títulos y recuperar lo “perdido” (el número 1 del mundo por ejemplo), cuando se es dueño de una enorme fortuna (se calcula en más de 200 millones de euros, el último año ganó 53 millones de esa moneda entre premios oficiales y contratos publicitarios) y una familia conformada por una esposa que lo sigue a todas partes juntos a sus mellizas.
Federer ya juega por la gloria. Y Wimbledon es donde mejor se siente. El césped como superficie calza justo con su juego, el tiempo de disputa de los puntos es el ideal, más cortos que en la arcilla y las canchas de cemento americanas, hoy más lentas que antaño y con pelotas un poco más pesadas. Contra Djokovic colocó 12 aces, ganó el 75% de sus primeros servicios, el 72% de los segundos colocó 31 tiros ganadores y apenas entregó 10 errores no forzados.
Tal vez sea la última chance de obtener un título grande, algo que no consigue desde Australia 2010. Y tal vez, si obtiene ese certamen y la medalla olímpica allí mismo en Wimbledon en tres semanas más, vislumbre que entonces puede cerrar la puerta y entrar definitivamente en la historia como el más grande de todos (si ya no lo es…).
Andy Murray también quiere entrar por la puerta grande a la historia. Los ingleses dueños quizás del torneo más famoso del mundo no ven un campeón local desde 1936 cuando el gran Fred Perry obtuvo el ansiado título.
El joven escocés se ha transformado en los últimos años en la máxima esperanza del tenis de las islas británicas, un tenis amparado en una federación que invierte cerca de 50 millones de dólares por año entre torneos y formación y que, en los últimos tiempos, no sólo debió adoptar a un jugador de Escocia como propio sino que en el siglo pasado nacionalizó a un jugador canadiense (Greg Ruzedski) pagándole un millón de dólares, en un intento de posicionar un tenista como campeón de Wimbledon. El experimento no fructificó. Murray (venció a Tsongá por 6-3, 6-4, 3-6 y 7-5) arribó no sólo por primera vez a la final del abierto de Inglaterra, sino también por primera vez a la final de un “grande…”.
Todo un país depende de su actuación. Todo un país quiere ver a Murray alzando el dorado trofeo de Wimbledon en sus manos. Frente a él , claro, alguien que lo desea tanto o más que los 65 millones de británicos. Roger Federer-Andy Murray. Seguramente, el partido que más querían los organizadores del abierto de Inglaterra.
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