Imagen: Alfonso Benayas (CC)

Imagen: Alfonso Benayas (CC)

Fue en el viejo barrio, después de haber andado, literalmente, 6 meses recorriendo calles adoquinadas, pasajes empedrados y cuanto recoveco del viejo y silente puerto encontrara.

Entre los habituales de toda plaza, es fácil encontrar uno que otro borrachín, vendedores de “yerbitas”, dueñas de casa, la señora de los huevos duros, la de las hierbas mágicas y medicinales, perros vagabundos, gatos y por supuesto, las reinas de todo centro social de reunión: las palomas.

No sé ni quiero saber cuánto vive una de estas nunca bien ponderadas avecillas. Lo cierto es que están ahí, por todas partes, en todas las plazas, en todas las torres, en todas las ciudades, y pareciera que no tienen ningún interés en usar controles de natalidad o condones para palomos. Ellas viven, se reproducen y existen, querámoslo o no.

No hay que desconocer que estos insignificantes seres han tenido cierto grado de participación en la historia, estando desde siempre junto a nosotros; fue una de ellas la que anunció con una rama de olivos el fin del diluvio; fueron palomas las que en varias guerras lograron llevar mensajes seguramente decidores en la victoria o en la derrota; fue una paloma la que -se supone- descendió del cielo cuando fue bautizado Jesús por su primo Juan, y claro, es una paloma el símbolo de la paz.

Entonces, surge la interrogante.
¿En qué momento permitimos que estos sencillos pajaritos nos sobrepasaran?

Algunas semanas previas a este día caluroso, una noticia había sido el comidillo de la prensa. Un sacerdote, al verse colapsado por la gran cantidad de palomas que llegaban a pedir asilo en su iglesia, sencillamente las mando a matar. Lo curioso es que el sacerdote es de la orden franciscana; sí, la misma orden fundada por Francisco de Asís, patrono de los animales y que trataba a estos seres como “hermanitos menores”.

Es igual que si un sacerdote jesuita, de la misma orden que nuestro Padre Hurtado, protector de los pobres y desamparados, se parara frente a una Hospedería del Hogar de Cristo y dijera ya, vamos a echar a unos cuantos indigentes porque son muchos en la iglesia.

Ese día, recorriendo el viejo barrio, subí las escalinatas de la Iglesia la Matriz y allí estaba, como dormida en el borde de uno de los peldaños. Como descansando, como agotada después de una larga mañana. Todas las palomas son como las moscas, difíciles de atrapar. Es como si tuvieran ojos en la espalda, o peor aún, como que se burlaran de todo incauto que ha pretendido alguna vez tratar de tocarlas o atraparlas, vaya a saber uno con qué maléficos planes. Pero la paloma de la escalinata no voló. Ni siquiera intentó hacerlo. Se quedo ahí, acurrucada en el borde del peldaño y me miró con esos ojos de sufrimiento, de pena.

Me agaché, ni siquiera lentamente. Sólo me agaché a tocarla como abrigando una leve esperanza de que emprendiera el vuelo. No lo hizo. Se quedo allí, hasta que sintió mi tosca mano recorrer su lomo. Probablemente pensó en escapar como tantas otras cientos de veces lo había hecho, pero esta vez no fue así. Solamente estaba ahí, acurrucada al borde de un peldaño de la escalinata de la Iglesia La Matriz en Valparaíso.

El fuerte hedor a orina, a excremento, a fritura de pescado, de mariscos, ese olor a puerto, me transporta a otro mundo, un mundo desconocido para mi, que no deja de sorprenderme, que no deja de atraparme, de absorberme. Ese mundo, ese entorno, me hizo, no sé porqué razón, quedarme a un costado de la Iglesia, sentado, absorto por el paisaje de puerto de películas, lúgubre, de calles estrechas.

Y ahí me quede. Encendí un cigarrillo y disfruté segundo a segundo, minuto a minuto, cada bocanada.

De pronto, escucho unas risas. Eran tres los que venían conversando y el cuarto, que se quedo unos pasos más atrás, le dio el último puntapié a su pelota ocasional de la que se alzaron a duras penas, un par de alas grises azuladas. Era mi amiga la paloma que ya no estaba acurrucada al borde de un peldaño de la escalinata de la Iglesia La Matriz, sino que había servido de pelota para entretener por menos de dos minutos la existencia de ese engendro. Pasaron corriendo y rápidamente me levanté, tomé a la paloma en mis manos y la coloqué a mi lado.

No le dije nada, solo la acaricié.

Imagen: Jordi Navas (CC)

Imagen: Jordi Navas (CC)

En mi mente desfilaron las cientos de palomas que he visto en mi vida, miles en realidad. En las plazas, en los torreones, en el patio de la casa de mi abuelo, en Chillán, en Santiago en el Parque Forestal, en Barcelona, Madrid, Chañaral, Copiapó, Mendoza, Viña del Mar, Los Andes, San Felipe… en tantos lugares. Y no pude evitar pensar que habiendo miles y millones de palomas en el mundo, y cientos de miles en Valparaíso, y centenares de ellas en las cercanías de la Iglesia La Matriz, absolutamente ninguna de ellas se acercó siquiera a darle un cucurrucucú de aliento a su compañera.

Ahí estaba, sola, abandonada a su suerte, viviendo quizás sus últimos minutos de vida y junto a un perfecto extraño, que ni siquiera es de su raza.

El hecho es que sólo estaba echada a mi lado, acurrucada como esperando que algún sacerdote saliera de la iglesia y le otorgara la extremaunción. Ahí estábamos los dos, ella despidiéndose y yo despidiéndola. Encendí otro cigarrillo y la contemple con nostalgia, con compasión, con lástima.

Sentí una extraña sensación, como si ella me devolviera con agradecimiento infinito el haberme detenido a acompañarla en su último viaje. Con cada mirada de sus ojitos vidriosos, perdidos, como tratando de buscar por ultima vez el horizonte, su propio horizonte, tan distinto al nuestro.

Traté por un momento de transformarme en ella e imaginar y ver lo que había visto desde las alturas cuando podía volar. Ver los buques, las palmeras, los techos desde lo alto. Un mundo distinto al que yo veo día a día pero que paradójicamente es el mismo, sólo que visto desde distintas perspectivas.

Fue sólo una decena de segundos, no más que eso. Había aprovechado de ir a aportar con lo mío al olor a puerto, escondido entre las ruinas de unas murallas y un terreno baldío, detrás de un portón de latas oxidadas.

Sin embargo cuando regresé, mi amiga ya no estaba. Se había ido. Había emprendido su último vuelo. Probablemente cuando intercambiamos miradas, ella con sus poderes mágicos de paloma, entró a través de mis pupilas a mi mente, a mis recuerdos y por eso no quiso darme otro dolor. Por eso se fue sola, sola como había nacido y sola como había vivido, gritando en silencio y en soledad el último cucurrucucú, que tampoco escuche. La paloma murió.

Por supuesto no hubo flores, no hubo llantos, no hubo carroza, ni dolientes. Sólo un silencioso funeral del que nadie se acuerda porque nadie asistió. Sólo otra paloma estuvo ahí, a lo lejos, picoteando el desdeñado pavimento, recogiendo las migajas que podría haber compartido, como otras veces, con mi paloma. La que vivió sus últimos minutos acurrucada en un peldaño de una escalinata. La que murió sola, triste y que al final, tuvo como sepulcro un basurero verde a un costado de la Iglesia La Matriz en Valparaíso.

Probablemente, cuando llegue el momento de emprender mi último vuelo, también tendré un funeral de paloma y, como a todos, me irán a botar al basurero de la sociedad, donde tiramos lo que esta viejo, donde dejamos lo que ya no sirve. Ese basurero verde al que irónicamente llamamos cementerio.