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Torturado con el general Bachelet

Torturado con el general Bachelet

Lunes 11 septiembre de 2023 | 06:00

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La historia de Jorge, sus compañeros de la Fuerza Aérea -y muchos otros- se vio truncada el 11 de septiembre de 1973. Las demás fuerzas expulsaron a sus detractores del golpe, pero la FACh decidió torturarlos y encarcelarlos. Casi por casualidad, coincidió en la misma celda con el general Alberto Bachelet. Como varios, fue enjuiciado y condenado por pensar distinto. La Corte Suprema, obligada por la CIDH, anuló el proceso en 2017. Hoy, 50 años después, técnicamente está en servicio activo. Con 72 años, espera ahora su baja definitiva y radicarse en Canadá para, probablemente, no volver.

Jorge Dixon (72), por ese entonces un veinteañero, se levantó el 11 de septiembre de 1973 pensando que sería un día como cualquier otro. Era parte de la FACh y estudiaba en la Academia Politécnica Aeronáutica. Estaba en tercer año de Ingeniería Aeronáutica y lo que más le preocupaba esa semana era una complicada prueba de termodinámica.

Para entonces ya era subteniente. Había egresado hace nueve meses de la Escuela de Aviación. Vivía con sus compañeros, en una casa fiscal en La Cisterna. A las 7:00 am entraron a su pieza dos compañeros, consternados, porque en la radio estaban hablando de un levantamiento de las Fuerzas Armadas. Era el golpe de Estado del que tanto se había hablado por esos días.

—Nunca imaginé que llegaría a pasar —admite.

A las 8:00 llegó a la academia, pero evidentemente todo estaba suspendido. Volvió a casa a cambiarse ropa y luego lo asignaron como uno de los oficiales a cargo de la seguridad del aeropuerto de Santiago.

El 1 de octubre, el cerco se cerró sobre dos de sus compañeros, José Ruben Grinblatt y Óscar Navarro. Y el 15, llegó la orden para él y su colega Pedro Pons. Se los llevaron a la Base Aérea de Colina para un “interrogatorio de rutina”. En el camino iban apuntados por fusiles. Todo lo que habían hecho, hasta entonces, era no ser abiertos críticos del gobierno de Allende.

Todo lo que vino se desencadenó por una mera casualidad.

—Nuestro gran pecado fue ir a conversar con el capitán Raúl Vergara, que en ese entonces era el ayudante del general Bachelet, quien conocía a uno de mis compañeros de curso. Lo fuimos a ver para pedir unas clases de economía en la U. de Chile. Por asociación ahí nos involucraron, de que fuimos supuestamente a conversar sobre cosas de política.

Bachelet estuvo en el ojo de los golpistas por su rol a cargo de la Secretaría Nacional de Distribución (SND) del gobierno de Salvador Allende.

—Ahí nos metieron en el proceso.

El caso se llamó: Aviación contra Bachelet y otros. Los procesaron a todos en un “Consejo de Guerra” como “conspiradores” y “traidores a la patria”.

—Se inventó un proceso en el cual trajeron a diferentes personas y las metieron en el grupo como que todos ellos estaban involucrados en hacer algo para derrocar a la cúpula de la Fuerza Aérea. Una maquinación.

Y así llegaron las sesiones de tortura.

—Te vamos a matar si no hablas —le dijeron.
—Está bien —respondió.
—¿Y no tienes miedo a morir?
—¿Y por qué voy a tener miedo a morir…?

Pasó 48 horas de pie, con las manos atadas, encapuchado y sin comer. Llegó la declaración, la leyó y observó que venía con algo que no había dicho. Abajo le sumaron un párrafo en que admitía intenciones de actuar contra la FACh.

—Oye, pero esta parte de aquí no la dije. Llévate este papelito, por favor, porque en esta parte yo no tengo nada que ver —expresó, con total inocencia.
—Firma weón. Firma.

Ante tal respuesta, pasó lo que tenía que pasar.

—Por supuesto, me llevaron nuevamente, (me dieron) otros golpes y después tuve que firmar igual. Había que seguir la farsa.

***

Un mes más tarde llegó a la Cárcel Pública de Santiago, donde estaban recluidos otros oficiales y suboficiales de la FACh. Allí tenían 18 celdas de 2×3 metros, con seis personas en cada una. Además de un patio de 10×20 metros, al que podían acceder de 9:00 a 18:00 horas.

Llegó por la tarde, cuando las celdas estaban cerradas, así que lo recibió directamente el capitán Patricio Carbacho, oficial FACh detenido y encargado de ubicar a los reos de la institución. Se conocían y lo invitó a su celda, la N°7.

Allí se encontró con Bachelet y varios miembros de alto rango. Él era el de menor grado y tomó lugar en el segundo piso de un camarote. Por cosas del azar llegó a la “celda VIP”.

—Tuve la posibilidad de convivir y vivir con él en la misma celda cuando llegué a la cárcel pública. Fue un hecho inesperado.

También pudo reencontrarse en el patio con sus compañeros Pons, Navarro y Grinblatt. Héctor Aliaga, otro colega, corrió una suerte distinta. Fue interrogado y torturado, pero posteriormente liberado. Incluso permaneció en la FACh unos años más. En 2011, vía e-mail, Dixon se enteró de su “suerte”.

Me hicieron lo mismo que a ti, la gran diferencia es que todo terminó cuando tú, y eso es algo que nunca olvidaré ni dejaré de agradecerte, declaraste que yo no tenía nada que ver. Ahora recuerdo que en ese tiempo yo era papá y mi hija sólo tenía un mes.

Héctor.

Simplemente dijo la verdad. Y, en su caso, fue suficiente.

Entre los que sí fueron apresados, en tanto, Dixon cuenta que habían unos más serios que otros.

—Bachelet era una persona bastante cercana, amable. Yo tenía 20 años, él tenía más de 50, y tenía el pelo casi blanco. Uno lo miraba como un abuelito, un tata, y se podía conversar con él fácilmente. Era afable. Ameno. Y se podía tocar cualquier tema. No así el caso del general Poblete. Parco. Distante. Él tenía sus cosas y no le gustaba que le tomaran nada. Era muy cuadrado. Recuerdo que nosotros le cambiábamos los cubiertos que él traía. Se los poníamos en diferentes lugares y se enojaba.

Pero también justifica a Poblete. Lo notaba afectado por los maltratos recibidos. No sólo físicamente, sino por haber sido interrogado, vejado y torturado por oficiales subalternos. Algo se había roto en su interior.

—Gente de menos grado torturó oficiales de mayor grado, como era el caso de los generales. Mal. Acá se torturó, se flageló y se encerró en la cárcel pública.

Bachelet también lo resintió. El 16 de octubre de 1973, en una carta a su hijo, que vivía en Australia, lo dejó en evidencia.

“Me quebraron por dentro, en un momento me anduvieron reventando moralmente -nunca supe odiar a nadie-; siempre he pensado que el ser humano es lo más maravilloso de esta creación y debe ser respetado como tal, pero me encontré con camaradas de la FACh a los que he conocido por 20 años, alumnos míos, que me trataron como un delincuente o como a un perro”.

—¿Por qué fue el único proceso que se hizo contra oficiales y suboficiales?

—El general Leigh, que era un hombre fuerte dentro de la Fuerza Aérea, hablaba de que “extirparemos el comunismo hasta las últimas consecuencias”. Fue una persona muy dura y quería dar un “ejemplo”. Y por eso se hizo este proceso contra nosotros. Cosa que en el Ejército, en la Marina no se hizo. A los oficiales o gente que tenía un pensamiento afín al gobierno, las expulsaron o les dieron la baja. Cosa que acá no se hizo.

Pese a todo, Bachelet mantenía la cercanía.

—Uno se podía acercar a él. Darle unas palmas en la espalda —recuerda Dixon.

***

El ambiente y el estado de ánimo en la Cárcel Pública, dentro de todo, era bueno. Había una gran camaradería entre los detenidos.

Como la comida era de mala calidad, por turnos, los familiares llevaban para todos los miembros de una celda. Ante las condiciones insalubres, el aseo del calabozo y baños era muy riguroso.

El estándar lo fijó un hombre clave en la convivencia interna: el comandante Álvaro Yáñez, el “Doc”. Como médico de la FACh, había sido especialista en salud pública del Hospital de la Fuerza Aérea.

Los lavatorios, negros por el sarro y la mugre, los mantuvieron relucientes.

Aunque habían cosas imposibles de mejorar. Las duchas eran privadas, pero los baños estaban a la vista de todos. Sin muros ni divisiones.

Ni siquiera eran tazas. Simplemente era una superficie de concreto, lisa y larga, elevada a unos 40 centímetros del suelo, donde los detenidos se encuclillaban para hacer sus necesidades básicas.

Un sargento hasta se lo tomaba hasta con humor. Mientras estaba en el baño, a su lado llegó a colocarse el general Bachelet. Al rato se sumó el general Poblete. Quedó en medio de los dos. Conversaron un rato.

—Quien lo iba a pensar, estoy cagando al medio de dos generales —exclamó.

Las carcajadas —en medio de la tragedia que estaban viviendo— fueron espontáneas.

El día a día lo pasaban, además de la lectura, haciendo manualidades en cuero y cobre; deportes —fútbol, básquetbol y voleibol—; y actividades académicas. Aunque las clases no duraron mucho, pues el interés se fue apagando en medio del hacinamiento.

Bachelet lo ocupó como expresión artística. Hizo un cuadro en cobre laminado, en el que se veían dos manos agarrando unas rejas en una celda. Y acompañado de un poema.

“Tengo el alma, Señor, adolorida, por unas penas que no tienen nombre y no me culpes, no, porque te pida otra Patria, otro siglo y otros hombres. Que aquel lugar con que soñé no existe, con mi país de promisión no acierto, mis tiempos son los de la vieja Roma y mis hermanos, como la Grecia, han muerto”.

***

A mediados de febrero del 74, a la “celda VIP” llegó el coronel Carlos Ominami Daza -padre del exsenador-, trasladado desde un centro de detención de la Fuerza Aérea. Sus amigos y conocidos de alto rango lo invitaron, por lo que Jorge Dixon se trasladó a la celda N°12, con sus compañeros de curso.

—¿Usted que jugaba?

—Yo aprendí a jugar voleibol. Y llegué a ser bueno, porque en realidad en fútbol siempre era mahometano no más. Nunca fui de los buenos. Era de los que en el colegio elegían al último. O jugaba al arco porque no era muy bueno. Ahí en la cárcel los dedos sufrían las consecuencias, porque si uno no sabía bien se rompía los dedos.

Bachelet, en tanto, era más afín al basquetbol. Algo que le terminó pasando la cuenta.

—Él jugaba básquetbol, a pesar que el “Doc” le decía que no debería jugar. Pero a él le encantaba el básquetbol.

—Eso le afectó igual.

—Él tenía problemas al corazón ya, porque había sufrido tres ataques previos.

No los sufrió de casualidad. Uno de ellos ocurrió en medio de una sesión de torturas, pocos días después del 11 de septiembre, mientras lo tenían colgado en uno de los interrogatorios.

El propio general Bachelet lo cuenta, en la carta a su hijo en Australia.

“Fui sometido a tortura durante 30 horas y finalmente enviado al Hospital FACh con un isquemia, que es la antesala del infarto”.

La segunda semana de marzo de 1974, días antes de su muerte, Bachelet fue llevado a la Academia de Guerra, nuevamente, para otra sesión de torturas. Al regreso, sus compañeros de celda lo notaron afligido.

En la mañana del 12 de marzo no había jornada de básquetbol, porque en el patio se celebraba una misa con el capellán de la cárcel. Bachelet, en tanto, estaba de turno para el aseo de su celda.

—Yo no participaba en la ceremonia religiosa, pero me recuerdo haber visto al general Bachelet lavando los platos. El general Bachelet tampoco era religioso. Entonces de repente lo veo que se va caminando a su celda, muy afligido.

Acto seguido, le pidió al capitán Jorge Silva su medicamento. Por lo complicado que se veía, decidieron ir a buscar a Álvaro Yáñez, el “Doc”.

—Está teniendo un infarto —exclamó el médico.

Colocó al general en el suelo. Empezó a darle masajes de pecho. No reaccionaba, así que comenzó a darle respiración boca a boca.

Luego apareció el alcaide de la cárcel. El “Doc” insistió hasta el cansancio que llevasen a Bachelet a un centro asistencial cercano. Pero el alcaide dijo que no podía hacerlo sin permiso de la FACh. El Hospital J.J. Aguirre se encontraba a sólo cinco minutos.

—Después de 10 ó 15 minutos apareció un enfermero con una camilla. Y ahí se lo llevaron. Pero ya habían pasado 20 ó 25 minutos. Ya no había nada que hacer.

—Y si lo hubieran trasladado a tiempo ¿Se podría haber salvado?

—Pero por supuesto.

—Fue plenamente por falta de atención.

—Claro, porque tú necesitas instrumental, de médico, ciertas inyecciones, equipos e insumos.

—Fue desconcertante para todos.

—Sí po. O sea, la inacción.

—¿Y ustedes intentaron persuadir al alcaide?

—Nosotros éramos unos don nadie. No valía la pena. El interlocutor valido era el “Doc”. En las situaciones difíciles es donde la gente realmente se muestra. Ahí muestras tu categoría, tu calidad humana. Cuando hay una catástrofe, los primeros que salen arrancando y salen a proteger su pellejo o a atacar o a pasar por encima a los otros, son la gente de mala clase.

El general Alberto Bachelet Martínez falleció de un infarto al miocardio, en su celda, la mañana del 12 de marzo de 1974.

***

Dos semanas después de la partida de Bachelet, la Fiscalía de Aviación les notificó a los 64 imputados -entre civiles y exuniformados- las condenas solicitadas a los procesados en la causa. Fueron entrando de a uno a la oficina del alcaide de la cárcel. Fue un día largo.

Al enterarse, varios se quebraron. Incrédulos, algunos rompieron en llanto. Para los primeros seis que entraron, el fiscal solicitó la pena de muerte. Uno de ellos, el capitán Carbacho, se puso a cantar en el patio con guitarra en mano. Y a medida que la gente volvía a sus celdas, se fueron uniendo al coro.

A un mes de la muerte de Bachelet, los detenidos fueron abruptamente levantados de sus celdas, a las 5:00 de la mañana. Furgones y buses, con sus ventanas cubiertas, los trasladaron desde la cárcel a la Academia, el lugar donde habían sido torturados. En ese lugar, ese 17 de abril, inició el “Consejo de Guerra”.

El desprestigio a través de la prensa fue constante.

Fue un proceso viciado de principio a fin. Fue un juicio en que sólo se leyeron papeles previamente escritos, sin argumentos verbales, ni testigos, ni declaraciones. Nadie tenía derecho a rebatir al fiscal acusador. Y el texto de la defensa del abogado había sido censurado.

En la sala habían observadores, periodistas y otros. Dixon sintió el impulso de levantarse y gritar que todo había sido obtenido bajo tortura. Pero se contuvo. Y no habría servido. Otros lo hicieron y simplemente fueron desalojados por desacato.

Tres meses después, en julio del 74, el Consejo de Guerra lo condenó a 4 años de presidio, pero en septiembre de ese año fue rebajada a 541 días. Finalmente fue declarado culpable de “incumplimiento de deberes militares”.

Comenzó a cumplir su condena en la cárcel Capuchinos. Pero en octubre de 1974, Dixon recibió un indulto junto a su compañero Grinblatt y el coronel Carlos Ominami. Tras un año y 15 días, quedó en libertad.

A partir de marzo de 1975 empezó una nueva vida en Canadá, la que interrumpió sólo tras el retorno a la democracia. Volvió a pisar Chile, aunque no por amor a la patria.

—Volvimos porque mi señora, como médico, no podía ejercer la profesión allá.

La readaptación no fue fácil.

—De partida, allá el sistema de salud es gratis. Gratis, no pagan nada. Solamente te descuentan, creo, 20 dólares mensuales. Y eso tampoco no se quiere entender acá.

—Acá algunos dicen que eso es comunismo.

—Claro, es que es mucha ignorancia. En los países europeos no pagas cuando vas a ver a un especialista o a un médico.

—¿Cree que la idiosincrasia del chileno podría cambiar en ese sentido? Entender que un sistema de salud gratuito no es comunismo.

—Es que la gente no lo ve así, ellos hablan de libre elección. No existe la libre elección, porque para la libre elección tienes que sacar el billete, tienes que sacar la plata. Tú no tienes libre elección, porque tú tienes que pagar.

Al margen, había otras heridas que aún no sanaban del todo. En 1998 fue invitado a una reunión de compañeros de curso. De su grupo cercano, de los que estuvieron presos, era el único que estaba en Chile.

Muchos de los presentes lo consideraban un “terrorista”. A su llegada, en algunos grupos se produjo un silencio. Los que no sabían su historia se alegraron de verlo. Otros, que conocían de su paso por la cárcel, lo miraron con recelo.

—La Fuerza Aérea se encargó de relatar que las personas juzgadas eran entes peligrosos. Y no contó ni relató los hechos que realmente pasaron.

Jorge cuenta todo en sus memorias: “Aviación contra Bachelet y otros”.

—¿Su historia se logró instalar como una verdad en la Fuerza Aérea?

—Parece que sí, porque aceptaron el libro. La Fuerza Aérea tiene este libro en todas sus bibliotecas. De Arica a Punta Arenas. Lo tienen en sus librerías, en las unidades. El comandante en jefe, a quien le regalé este libro también, tuve unas entrevistas con él, considera que es conciliador.

El tiempo, sin duda, le dio la razón. La Corte Suprema, tras un largo proceso previo en la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), anuló en 2017 el juicio y todo el proceso.

Hoy, 50 años después, técnicamente se encuentra en servicio activo, pues el decreto de su baja en 1973 quedó sin efecto.

Mientras tanto, a la espera de una resolución, con su esposa miran de reojo a Canadá.

—Ahora que somos viejitos a lo mejor volvemos. Igual ya lo tenemos decidido. Nuestros hijos están viviendo bien afuera.

—Planean hacerlo pronto, entonces.

—Quién sabe, en un par de años. Una cosa así.

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