El siglo XIX fue muchas cosas a la vez. Se trató de una época de independencias en el continente americano, ebullición de ideas democráticas y revolucionarias en Europa y un imperialismo europeo que tuvo como destino a África. Una idea, concepto u objetivo central de aquellos tiempos fue la nación, gran factor de cohesión en una sociedad y de distinción respecto de otras, de creación en los mejores momentos y también de destrucción.
En parte, el desarrollo de las naciones estaba asociado a la independencia y a la capacidad de organización política de los países. Hay un segundo aspecto muy relevante: la relación del Estado con las naciones. El historiador Mario Góngora decía que, para el caso de Chile, el Estado fue “la matriz de la nacionalidad”, asegurando que la nación no existiría sin el Estado. En otras sociedades la situación se daba al revés, dependiendo de las culturas preexistentes y de su realidad histórica.
Un tema crucial es el de los emblemas o símbolos que definen a las naciones: así ocurría con las banderas, los escudos de armas y los himnos nacionales. Estos últimos avivaron el amor patrio y las bondades de la tierra o de su gente, pero también describían negativamente a los enemigos. En definitiva, se fue configurando un ambiente, un sentimiento, una afirmación que definía la historia de las naciones.
Junto con vivir una época diferente, también se produjo una reflexión más profunda, como la expresada por el francés Ernest Renan en una conferencia que haría época –pronunciada en La Sorbona, el 11 de marzo de 1882–, y que se tituló ¿Qué es una nación?, publicada posteriormente en forma de libro, con numerosas ediciones a lo largo del mundo. En esta ocasión utilizamos la edición de Sequitur, publicada en Madrid en 2014, que tiene la particularidad de ser bilingüe, en castellano y en francés.