Colusiones: ¿Qué podemos hacer?

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La suma de las colusiones y los escándalos empresariales no nos pueden transformar en una sociedad de inquisidores y verdugos. En esa línea de acción nos convertiríamos en la sociedad cerrada, ineficiente y abusiva que detestamos.

Texto de Fernando Balcells

Tampoco podemos resignarnos al delito, bajarle el perfil o exigir una compensación y seguir como si nada. Según J.A. Fontaine, ‘Así como la ganancia estimula a ser más eficiente también puede estimular a hacer trampas…lo relevante es reconocer cual fue el perjuicio que sufrieron los consumidores’.

Se desprende del argumento que si se excluye la trampa, se eliminan los incentivos para la eficiencia. La posibilidad de la trampa es parte del juego y se entiende que debe ser evitada pero no puede ser eliminada. De modo que el rigor con que se castigue no debe ser excesivo. ‘Lo relevante’, dicen los comentaristas, es compensar a los consumidores. No comparto el criterio de relevancia por lo que deja afuera; un compromiso público firme con formas de gestión empresarial basadas en el mercado y la comunidad. Si comparto la preservación de la posibilidad de la trampa junto a un programa de disuasión basado más en incentivos estratégicos que en castigos excesivos; ni prisión perpetua ni manos cortadas.

¿Pero como se compensa a los ciudadanos y a los competidores actuales y eventuales? ¿Cómo se diferencian las trampas que desnaturalizan de las que forman parte del juego? ¿Cómo se cierran las puertas sin cerrarlas del todo?

Lo que aquí está en la balanza, son polaridades que van a seguir oponiéndose –monopolio-competencia; tolerancia-castigo-, pero que nos plantean el desafío de cambiar el eje que inclina nuestros juicios.

La respuesta a la pregunta por lo que se puede hacer no es cruzarse de brazos y lamentar el inconveniente. A pesar de los espíritus indiferentes, hay que sacar a la luz pública la reconciliación de la inocencia con la sospecha. Estamos obligados a asumir el conflicto de hacer convivir en nosotros al hombre libre y al policía.

En las sociedades contemporáneas no hay espacio para una creatividad irreflexiva, para un orden sin riesgo o para una confianza sin vigilancia. No hay que confundir este despliegue de ‘lo uno y lo otro’ con una propuesta ecléctica. Poner en un plano de conflicto estas oposiciones de apariencia dual es la única manera de abrirlas y sacarlas de la inercia acrítica, unilateral y sometida en la que los carteles hacen su negocio.

La crítica política, académica y gremial a los casos de colusión, oscila entre el cinismo y el asombro, para neutralizarse en la inercia. Es una crítica que separa la gestión, de la ética; el deber de rentabilidad, del deber-ser. La autonomía de la apariencia es la principal fuente de la personalidad esquizoide en el mundo empresarial. Intenciones amables y públicas, por un lado, y un utilitarismo discreto y cínico en la otra mano. Los deberes de la empresa con la honestidad y la comunidad simulan estar por delante del aprovechamiento de las ventajas de oportunidad. Pero nunca conversan y con convergen. En la práctica de la gestión, los valores alegados desaparecen detrás de las exigencias de rentabilidad definidas por espejismos comparativos y medidas por resultados manipulables.

Es debido a la obligación ética del amor propio que siempre se llega a un punto en el que es necesario preguntarse ¿Cuál es el sentido de ‘lo que se puede’? Es de nuestro interés vital saber si indica aquello que no encuentra obstáculos visibles o, aquello que es inmanente al despliegue de una identidad.

‘Lo que se puede’ es la exploración que define del problema ético. Una ética del poder y de la libertad implica una contención necesaria para evitar la acción auto destructiva. No trata simplemente de lo permitido o lo que está a la mano. Ni siquiera de una evaluación tradicional de riesgos. Vivir es moverse por el mundo con un arrojo reflexivo que elige las alianzas y conflictos que serán determinantes para una buena existencia. Es una obligación hacer todo lo que se pueda por el cuerpo al que pertenecemos y del que dependemos. Hacer lo que se puede, no por una reducción de la empresa a sus resultados del semestre sino por lo que desarrolla con el menor roce posible su potencial de existencia.

Entre una ética utilitaria y una ética pragmática que va de lo útil a lo sustentable, del corto al largo plazo, de la empresa a la comunidad que la sostiene y de vuelta, la diferencia ética es la que hay entre entrenar y doparse. Una ética de convergencia no es valórica; es práctica y se juega la existencia en que puede lo que fortalece, no sus resultados sino su potencial de desarrollo.

A estas alturas estará claro que la principal política anti colusión es la política interna de las empresas, que las ubica en una trayectoria de gestión integrada y contemporánea o, en una cerrada y aferrada a ventajas monopólicas.

Nada de lo planteado aquí se debe confundir con las políticas de RSE. De lo que se trata es de diferencias en la manera de integrar todas las dimensiones prácticas en la gestión financiera de las empresas.

El papel de la autoridad en todo esto es favorecer la transparencia, la apertura de las empresas a sus comunidades relevantes y a la adopción de códigos de Buenas Prácticas exigibles. El Estado debe mostrar que hace una diferencia, que no es neutral entre opciones competitivas y monopólicas. La disuasión y los incentivos deben ser trabajados con rigurosidad y sin duda deben incluir temporadas didácticas en la cárcel para los infractores. Finalmente, si el deber de la justicia es presumir la inocencia de los acusados, el deber de las fiscalías es sospechar activamente de los presuntos inocentes.

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La suma de las colusiones y los escándalos empresariales no nos pueden transformar en una sociedad de inquisidores y verdugos. En esa línea de acción nos convertiríamos en la sociedad cerrada, ineficiente y abusiva que detestamos.

Texto de Fernando Balcells

Tampoco podemos resignarnos al delito, bajarle el perfil o exigir una compensación y seguir como si nada. Según J.A. Fontaine, ‘Así como la ganancia estimula a ser más eficiente también puede estimular a hacer trampas…lo relevante es reconocer cual fue el perjuicio que sufrieron los consumidores’.

Se desprende del argumento que si se excluye la trampa, se eliminan los incentivos para la eficiencia. La posibilidad de la trampa es parte del juego y se entiende que debe ser evitada pero no puede ser eliminada. De modo que el rigor con que se castigue no debe ser excesivo. ‘Lo relevante’, dicen los comentaristas, es compensar a los consumidores. No comparto el criterio de relevancia por lo que deja afuera; un compromiso público firme con formas de gestión empresarial basadas en el mercado y la comunidad. Si comparto la preservación de la posibilidad de la trampa junto a un programa de disuasión basado más en incentivos estratégicos que en castigos excesivos; ni prisión perpetua ni manos cortadas.

¿Pero como se compensa a los ciudadanos y a los competidores actuales y eventuales? ¿Cómo se diferencian las trampas que desnaturalizan de las que forman parte del juego? ¿Cómo se cierran las puertas sin cerrarlas del todo?

Lo que aquí está en la balanza, son polaridades que van a seguir oponiéndose –monopolio-competencia; tolerancia-castigo-, pero que nos plantean el desafío de cambiar el eje que inclina nuestros juicios.

La respuesta a la pregunta por lo que se puede hacer no es cruzarse de brazos y lamentar el inconveniente. A pesar de los espíritus indiferentes, hay que sacar a la luz pública la reconciliación de la inocencia con la sospecha. Estamos obligados a asumir el conflicto de hacer convivir en nosotros al hombre libre y al policía.

En las sociedades contemporáneas no hay espacio para una creatividad irreflexiva, para un orden sin riesgo o para una confianza sin vigilancia. No hay que confundir este despliegue de ‘lo uno y lo otro’ con una propuesta ecléctica. Poner en un plano de conflicto estas oposiciones de apariencia dual es la única manera de abrirlas y sacarlas de la inercia acrítica, unilateral y sometida en la que los carteles hacen su negocio.

La crítica política, académica y gremial a los casos de colusión, oscila entre el cinismo y el asombro, para neutralizarse en la inercia. Es una crítica que separa la gestión, de la ética; el deber de rentabilidad, del deber-ser. La autonomía de la apariencia es la principal fuente de la personalidad esquizoide en el mundo empresarial. Intenciones amables y públicas, por un lado, y un utilitarismo discreto y cínico en la otra mano. Los deberes de la empresa con la honestidad y la comunidad simulan estar por delante del aprovechamiento de las ventajas de oportunidad. Pero nunca conversan y con convergen. En la práctica de la gestión, los valores alegados desaparecen detrás de las exigencias de rentabilidad definidas por espejismos comparativos y medidas por resultados manipulables.

Es debido a la obligación ética del amor propio que siempre se llega a un punto en el que es necesario preguntarse ¿Cuál es el sentido de ‘lo que se puede’? Es de nuestro interés vital saber si indica aquello que no encuentra obstáculos visibles o, aquello que es inmanente al despliegue de una identidad.

‘Lo que se puede’ es la exploración que define del problema ético. Una ética del poder y de la libertad implica una contención necesaria para evitar la acción auto destructiva. No trata simplemente de lo permitido o lo que está a la mano. Ni siquiera de una evaluación tradicional de riesgos. Vivir es moverse por el mundo con un arrojo reflexivo que elige las alianzas y conflictos que serán determinantes para una buena existencia. Es una obligación hacer todo lo que se pueda por el cuerpo al que pertenecemos y del que dependemos. Hacer lo que se puede, no por una reducción de la empresa a sus resultados del semestre sino por lo que desarrolla con el menor roce posible su potencial de existencia.

Entre una ética utilitaria y una ética pragmática que va de lo útil a lo sustentable, del corto al largo plazo, de la empresa a la comunidad que la sostiene y de vuelta, la diferencia ética es la que hay entre entrenar y doparse. Una ética de convergencia no es valórica; es práctica y se juega la existencia en que puede lo que fortalece, no sus resultados sino su potencial de desarrollo.

A estas alturas estará claro que la principal política anti colusión es la política interna de las empresas, que las ubica en una trayectoria de gestión integrada y contemporánea o, en una cerrada y aferrada a ventajas monopólicas.

Nada de lo planteado aquí se debe confundir con las políticas de RSE. De lo que se trata es de diferencias en la manera de integrar todas las dimensiones prácticas en la gestión financiera de las empresas.

El papel de la autoridad en todo esto es favorecer la transparencia, la apertura de las empresas a sus comunidades relevantes y a la adopción de códigos de Buenas Prácticas exigibles. El Estado debe mostrar que hace una diferencia, que no es neutral entre opciones competitivas y monopólicas. La disuasión y los incentivos deben ser trabajados con rigurosidad y sin duda deben incluir temporadas didácticas en la cárcel para los infractores. Finalmente, si el deber de la justicia es presumir la inocencia de los acusados, el deber de las fiscalías es sospechar activamente de los presuntos inocentes.