¿Qué hace un jesuita con 5 religiosos psicópatas?

El Club, Fábula (c)
El Club, Fábula (c)
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Esa parece ser la pregunta que responde Pablo Larraín (No, la película) en su último filme, El Club, ganadora del Oso de Plata-Gran Premio del Jurado (2015) del 65º Festival Internacional de Cine de Berlín, que se estrena esta semana en salas chilenas.

En un pueblo costero, con su caleta de pescadores, hay una casa donde la Iglesia Católica tiene recluidos en “penitencia” a cuatro sacerdotes que han cometido diversas faltas o delitos, cuidados o “custodiados” por una pseudo-religiosa. Ellos son el Padre Vidal (Alfredo Castro) –homosexual pedófilo-, el Padre Ortega (Alejandro Goic) –que ha participado en adopciones ilegales a través de muertes falsas de infantes-, el Padre Silva (Jaime Vadell) –sacerdote castrense vinculado a violación de derechos humanos- y el Padre Ramírez (Alejandro Sieveking) –sacerdote que está “recluido” desde los 60 del que no se tienen antecedentes y que tiene demencia senil-, cuidados por la Madre Mónica (Antonia Zegers), que no es monja y fue acusada de traer de África un niño adoptado en forma ilegal (secuestro).

Los cinco viven tranquilos en un equilibrio más mundano que espiritual, cuando llega el Padre Lazcano (

Antonia Zegers, El Club (c)

Antonia Zegers, El Club (c)

), un sacerdote acusado por pedofilia y que, se da a entender, ha sido un caso difundido y muy conocido… y junto a él, aparece Sandokan (Roberto Farías), un personaje marginal y disfuncional que en su infancia fue abusado por el Padre Lazcano. Sandokan grita sus dolores, sus delirios, y, como buen “loco”, dice lo que nadie más puede decir: descripciones fuertes, directas, llenas de detalles de los abusos a los que fue sometido. Un “loco” que, como en clásicos, logra decir lo que sectores de la sociedad no pueden o no quieren decir, porque un “loco” en el fondo, entre alucinaciones dice la verdad en toda su crudeza.

Entonces se produce el desenlace que inicia en verdad la película: el suicidio de Lazcano y la llegada de un joven jesuita, el Padre García (Marcelo Alonso), que viene a investigar el suicidio y a cerrar la casa.

El Club es una gran película –a mi juicio la mejor de Pablo Larraín, que muestra gran madurez-, con actuaciones sobresalientes donde cada uno perfila su personaje de manera acertada, profunda y compleja, con una ambientación simple y agobiante al mismo tiempo, sin puntos débiles.

Pero el mayor aporte de El Club es que da una posible respuesta a la Iglesia Católica para los casos de los religiosos acusados de abusos, de pedofilia, de delitos y que no han sido condenados por la justicia. Propone una justicia humana –ya que no es “divina”- desde la Iglesia. Una justicia muy humana, demasiado humana y, por lo mismo, agobiante, dura, hasta escalofriante.

El Club es una respuesta muy “jesuita”, “católica”. Notable.

Alfredo Castro, Fábula (c)

Alfredo Castro, Fábula (c)

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Esa parece ser la pregunta que responde Pablo Larraín (No, la película) en su último filme, El Club, ganadora del Oso de Plata-Gran Premio del Jurado (2015) del 65º Festival Internacional de Cine de Berlín, que se estrena esta semana en salas chilenas.

En un pueblo costero, con su caleta de pescadores, hay una casa donde la Iglesia Católica tiene recluidos en “penitencia” a cuatro sacerdotes que han cometido diversas faltas o delitos, cuidados o “custodiados” por una pseudo-religiosa. Ellos son el Padre Vidal (Alfredo Castro) –homosexual pedófilo-, el Padre Ortega (Alejandro Goic) –que ha participado en adopciones ilegales a través de muertes falsas de infantes-, el Padre Silva (Jaime Vadell) –sacerdote castrense vinculado a violación de derechos humanos- y el Padre Ramírez (Alejandro Sieveking) –sacerdote que está “recluido” desde los 60 del que no se tienen antecedentes y que tiene demencia senil-, cuidados por la Madre Mónica (Antonia Zegers), que no es monja y fue acusada de traer de África un niño adoptado en forma ilegal (secuestro).

Los cinco viven tranquilos en un equilibrio más mundano que espiritual, cuando llega el Padre Lazcano (

Antonia Zegers, El Club (c)

Antonia Zegers, El Club (c)

), un sacerdote acusado por pedofilia y que, se da a entender, ha sido un caso difundido y muy conocido… y junto a él, aparece Sandokan (Roberto Farías), un personaje marginal y disfuncional que en su infancia fue abusado por el Padre Lazcano. Sandokan grita sus dolores, sus delirios, y, como buen “loco”, dice lo que nadie más puede decir: descripciones fuertes, directas, llenas de detalles de los abusos a los que fue sometido. Un “loco” que, como en clásicos, logra decir lo que sectores de la sociedad no pueden o no quieren decir, porque un “loco” en el fondo, entre alucinaciones dice la verdad en toda su crudeza.

Entonces se produce el desenlace que inicia en verdad la película: el suicidio de Lazcano y la llegada de un joven jesuita, el Padre García (Marcelo Alonso), que viene a investigar el suicidio y a cerrar la casa.

El Club es una gran película –a mi juicio la mejor de Pablo Larraín, que muestra gran madurez-, con actuaciones sobresalientes donde cada uno perfila su personaje de manera acertada, profunda y compleja, con una ambientación simple y agobiante al mismo tiempo, sin puntos débiles.

Pero el mayor aporte de El Club es que da una posible respuesta a la Iglesia Católica para los casos de los religiosos acusados de abusos, de pedofilia, de delitos y que no han sido condenados por la justicia. Propone una justicia humana –ya que no es “divina”- desde la Iglesia. Una justicia muy humana, demasiado humana y, por lo mismo, agobiante, dura, hasta escalofriante.

El Club es una respuesta muy “jesuita”, “católica”. Notable.

Alfredo Castro, Fábula (c)

Alfredo Castro, Fábula (c)