Si son hombres y hace tiempo rebasaron los 30, como yo, lo más probable es que uno de sus más grandes ídolos de infancia fuera He-Man.

No. No importaba que repitieran las mismas secuencias en todos los episodios para ahorrar costos de producción, ni tampoco que la única diferencia entre el príncipe Adam y He-Man fuera el bronceado, como para hacer ridículo que nadie se diera cuenta de que eran la misma persona. Nada de eso importaba. Cada tarde, cuando tenía 8 años de edad, yo quedaba en trance frente a la pantalla viendo sus aventuras.

Mis padres me habían regalado las figuras de He-Man y Skeletor, y mi abuela rebasó mi felicidad al regalarme a Battle Cat, que se convirtieron de inmediato en mis juguetes favoritos. Pude haber quedado satisfecho, pero todo cambió cuando en uno de los estantes de una juguetería vi el Castillo de Grayskull.

Era el juguete soñado. Una mole plástica azul verdosa, con sus torres y rostro de calavera, que se abría para dar paso a su puente levadizo, prisión, armería, trono y tantos accesorios como espacios uno pudiera desear.

Mattel

Mattel

Había sólo un problema: era absurdamente caro. Y por más que hubieran querido, mis padres no podían comprármelo.

Sólo podía pasar frente a la vitrina suspirando.

Seguro mi madre, dueña de casa y aguda observadora, notó mi desazón al verme hojear mi álbum (casi completo) de laminitas. Y una tarde de lluvia en que estábamos solos -mi padre hacía entonces su especialidad médica y pasaba mucho tiempo fuera de casa- se acercó a preguntarme.

- ¿Te gusta mucho ese castillo, verdad? ¿Por qué no hacemos uno?

La verdad, nunca me lo había planteado y la idea me pareció algo chunga, pero antes de que tuviera tiempo de alegar, mi madre ya se había sentado en el suelo conmigo trayendo sendos pliegos de cartulinas, tijeras, lápices de colores y otros materiales que no sé de dónde había sacado.

Siguiendo los “planos” de mi álbum, comenzamos a dibujar, pintar, cortar y armar. Poco a poco me fui entusiasmando. Construimos dos torres circulares, hicimos el puente levadizo con lana, pintamos cada uno de sus ladrillos y recortamos las ventanas.

Para cuando terminamos, tenía frente a mi una versión artesanal y burdamente tosca del Castillo de Grayskull, pegoteada con cinta adhesiva… pero que ante mis ojos no sólo era el juguete que había soñado, sino que me llenaba de orgullo porque lo había construido yo mismo.

Durante mucho tiempo, aquel castillo de cartulina fue el centro de mis juegos, pero a largo plazo fue mucho más. Hasta hoy, es uno de los recuerdos que más atesoro de mi infancia y su simbolismo aún me conmueve.

Mi madre me había enseñado que podía tener lo que quisiera si sólo me decidía a construirlo yo mismo, y que la verdadera satisfacción no estaba en tenerlo, sino en el esfuerzo puesto en obtenerlo. Más aún, en la serie, el Castillo de Grayskull era el lugar donde se ocultaban grandes poderes secretos que luego eran entregados al héroe.

Claro, nunca logré que de mi espada saltaran rayos, pero mi madre me entregó otros poderes de los que nunca estuve consciente y que conservo hasta hoy. Ella me enseñó a cortar con los dedos, a hacer figuras de origami, a leer y escribir incluso antes de empezar el colegio, o a pintar prolijamente por las líneas demarcadas (lo que luego me sirvió en la adolescencia para hacer mis primeras cartas de amor).

Pero también me enseñó a apartar con el pie hasta un rincón las pieles de plátano que alguien hubiera tirado en la calle sólo porque alguien podía hacerse daño, a que no estaba bien golpear a nadie, a sentir compasión por quienes tienen hambre, a cuidar de los animales, o -leyéndome decenas de libros de fábulas- moralejas que aún guían mis actos.

Allí donde mi padre se erigió en mi modelo consciente, mi madre puso los fundamentos. Ella fue (y sigue siendo) mi Castillo.

Una vida completa no será suficiente para agradecérselo.

Christian F. Leal Reyes
Periodista – Director de BioBioChile