Mientras les regalan rosas, perfumes y corta uñas, les cantan baladas románticas pidiendo perdón. Mientras sortean lavadoras y les enseñan a ser sexys para sus parejas, la noche cae y comienza la marcha de los tacos, la marcha de aquellas de las que nadie se acuerda, las que pasan a segundo plano, las que roban oscuridad y se coronan al rozar las puertas de vehículos que avanzan como ráfagas.

Lamentable hoy la única referencia de travestis que sigue firmemente anclada a nuestra cabeza es la de la prostitución. ¿Por qué se sigue creyendo que ser travesti es algo malo, es un adjetivo para menospreciar a otro? Y por sobre todo ¿por qué continúa la asociación “prostitución es igual a travesti”?

La prostitución no es patrimonio de las travestis. La prostitución es un acto desenfadado contra la cultura de la moral conservadora victoriana, que aún se esfuerza por ocultar, borrar y eliminar de las cabezas de sus fieles seguidores la actividad amatoria, obligándoles a escapar de la realidad callejera.

Vemos en la televisión la típica nota de la prostitución en las esquinas, en los barrios rojos de la capital. Todos los dedos apuntan a las travestis. Calles enteras, cuadras, comunas lideradas por prostitutas travestis. Como si fueran las únicas que hacen sonar los tacos en la noche.

Como si las cisexuales no caminaran por la misma vereda, como si una mujer, sin el peso extra de la conciencia, no cobrara lo mismo en la ventana del auto, con un grito de esquina a esquina.

Como si las manos que golpean para no perder la calle fueran sólo de hombres vestidos de mujer. Porque eso es ser travesti. Ser travesti es vestirse del sexo opuesto, en respuesta al termino técnico.

Sin embargo, entre el volumen de la televisión, la radio y de las personas que comentan rápido, hoy ser travesti es ser prostituto, prostituta.

Otras travestis pasan las tardes maquillándose para bailar y doblar a Diana Ross. Con pelucas, tacos y lentejuelas se mueven al son de la onda disco en los clubes más famosos del “ambiente gay”. Sin salud, sin educación, sin perspectiva del futuro. El carpe diem más duro, ese que duele y deja a la deriva la seguridad de la misma vida.

Mientras las que recorren la noche se enfrentan a hombres violentos, machistas y las otras bailan en un antro, hay algunas que caminan por otras veredas, saltan otras trancas y miran con otros ojos.

En el Día de la Mujer, ¿sólo celebramos a quienes nacieron como tal? ¿Qué pasa con el sentimiento de ser mujer, con las que se maquillan y siguen el imaginario social de la feminidad a las oscuras de la noche, escondidas bajo las sábanas para que su papá no la pille? ¿Qué pasa con las que miran con otros ojos a la espera de que alguien se dé cuenta que quiere seguir con el cuerpo biológico, pero que se quiere poner falda y tacos, y quiere ser mujer, que se siente mujer, así sin nada más? ¿Acaso no hay rosas, conciertos románticos ni corta uñas para ellas?

El reconocimiento social pasa por una crisis de identidad, por una sobreexplotación comercial que se devasta con cada fecha especial, que se pierde hasta la máxima expresión, hasta la sobre estereotipación de la mujer hermosa, de cuerpo perfecto, callada, ligera de opinión, que conversa sobre la otra, que cuenta los secretos de la otra, pero que sonríe cuando bailan juntas en la fiesta.

Y cuando todo esto pasa cabe reiterar la pregunta que alguna vez gritó la performer, travesti y tallerista de enfermedades de transmisión sexual Hija de Perra : ¿Y dónde están las travestis?

¿Dónde están las travestis cuando prendemos la tele? ¿Dónde están las travestis cuando la corrupción se apodera del país? ¿Dónde andan cuando la élite política se va a prisión preventiva? ¿Dónde están las travestis cuando los gays se quieren casar, cuando ni uno de ellos se suma a sus luchas?

¿Por qué no vemos travestis siendo cajeras en un banco? ¿Por qué no nos están enseñando en las universidades? ¿Por qué no nos presentan las noticias en televisión? ¿Por qué sólo queremos que sean víctimas?

Con las travestis, de alguna manera, pasa lo mismo que pasaba con los homosexuales. Sólo nos interesa lo que les pasa cuando una muere, cuando la muestran contando su vida vendiendo drogas, de vez en cuando salen en televisión nacional cruzando las calles y esperando autos para tirarles besos. De vez en cuando nos acordamos de ellas para que nos remuevan el morbo, para que nos den un poco de pena.

El reconocimiento travesti sigue siendo violento, continúa perpetuando siglos de supremacía masculina y machista. El cuerpo es un territorio político y las travestis, transgéneros y transexuales viven a diario una guerra entre la moral del ojo público y la supervivencia.

Las travestis no son un chiste ni constituyen propiedad pública, no están para el show ni para llamar la atención en las marchas pro gay. Se necesitan más travestis que alcen su voz desde la periferia para visibilizar una vida ajena a la educación, a la salud y al trabajo.

Marcial Parraguez
Estudiante de Periodismo – Universidad de Concepción