El niño chileno Gabriel Solís no vio la sonrisa de sus padres hasta los nueve meses de vida, a bordo de un avión que hacía la ruta Santiago de Chile-Boston. Allí, a unos 10.000 metros de altura, observó aquellas sonrisas por primera vez. Hasta entonces, sus padres estaban obligados a ponerse una mascarilla para acercarse a él, porque permanecía aislado del mundo en una habitación de hospital convertida en un búnker contra virus, bacterias y hongos.

Gabriel es un niño burbuja, afectado por una enfermedad congénita que anula las defensas de su organismo, “como John Travolta en la película El chico de la burbuja de plástico”, según explica su madre, la economista chilena Carolina Riquelme.

El niño nació el 2 de julio de 2011 en La Serena, una población playera del norte del país, conocida como La Ciudad de las Iglesias, por la omnipresencia de la religión cristiana. Al principio, Gabriel era un bebé normal, pero a los cuatro meses y medio empezó a desarrollar su enfermedad, la inmunodeficiencia combinada grave ligada al cromosoma X, que afecta a uno o dos de cada 100.000 bebés.

El niño había nacido con una mutación importante en tan solo uno de sus 25.000 genes, el IL2RG, esencial para el desarrollo de las defensas del organismo. Aquello obligó a sus médicos a encerrarlo en una habitación para pacientes con cáncer de la Clínica Santa María, en Santiago de Chile.

Esmateria.es

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“Fue un shock ver a nuestro hijo enfermo, obligado a vivir en aislamiento. Teníamos que entrar con mascarilla, él siempre nos veía con mascarilla. Y todos sus juguetes tenían que ser de plástico y lavables. Nada de peluches, nada que tuviera polvo”, recuerda Riquelme, que dejó su trabajo y vivió aislada del mundo con el niño durante cinco meses.

Hoy, sin embargo, Gabriel lleva una vida normal y va a empezar a asistir a la guardería, un cambio que su madre atribuye a “la presencia de Dios”, pero que quizá tenga una explicación bastante más terrenal y sofisticada. Aquel avión en el que niño vio la sonrisa de sus padres por primera vez los acercaba al Centro de Oncología y Enfermedades de la Sangre Dana-Farber, en Boston. Allí les esperaba el pediatra David Williams, con un plan para Gabriel.

En las semanas siguientes, el equipo de Williams extrajo células inmaduras de la médula ósea del interior de los huesos del niño. Eran células madre productoras de sangre, capaces de generar glóbulos blancos, los soldados del organismo contra infecciones causadas por virus, bacterias y hongos. En un laboratorio especializado, aquellas células jóvenes fueron expuestas a un virus modificado con el gen que necesitaba Gabriel.

El virus, originalmente de ratón y con una envoltura añadida de otro virus que afecta a los gibones, es capaz de insertar material genético en las células humanas e hizo su trabajo. Y los médicos devolvieron al niño sus células madre, ya con el nuevo gen empotrado, inyectándoselas en vena, a razón de 7,8 millones de células por cada kilo de peso.

“Su pronóstico es muy bueno. Debería de ser capaz de llevar una vida casi normal a partir de ahora”, se felicita Williams, quien acaba de publicar su investigación con Gabriel y otros ocho niños en la revista The New England Journal of Medicine.

Uno de los menores murió por una infección contraída antes de comenzar el estudio, pero los demás siguen vivos al cabo de entre uno y tres años después de recibir el tratamiento. Para el pediatra, estos resultados hacen que esta nueva terapia génica sea prometedora para “muchas otras enfermedades, como la hemofilia, la talasemia, formas congénitas de ceguera y la anemia falciforme, por ejemplo”.

El farmacólogo Juan Bueren alaba los resultados con Gabriel y recuerda el fracaso de las primeras terapias génicas, arrancadas en 2000. Entonces, un equipo del Hospital Necker de París empleó el mismo procedimiento con 11 niños, pero los ensayos tuvieron que detenerse después de que dos de ellos desarrollaran leucemia.

“Utilizaron virus muy potentes, que llegaban a activar genes adyacentes al gen añadido, incluidos algunos relacionados con el cáncer”, explica Bueren, experto en estas terapias innovadoras en el organismo público español Ciemat.

Sin embargo, el investigador es cauto ante el nuevo tratamiento. “Hay que esperar, porque sólo han pasado tres años, pero es cierto que todavía no se están observando los fenómenos que se dieron en 2000”, opina. Los virus empleados en Gabriel tienen un efecto más débil que los utilizados hace 14 años, como recalca Williams: “El nuevo virus parece más seguro, porque activa mucho menos los genes”. El fantasma de la leucemia que congeló la investigación en terapias génicas en sus comienzos, de momento, parece lejano.

El éxito del equipo de Boston se une al de otros dos ensayos clínicos presentados el año pasado. Científicos italianos del Instituto San Raffaele Telethon, en Milán, anunciaron entonces que habían logrado detener otras dos enfermedades hereditarias en seis niños, afectados o bien por la leucodistrofia metacromática, en la que un gen defectuoso provoca movimientos musculares anormales y cambios de personalidad, o bien por el síndrome de Wiskott-Aldrich, que afecta a la sangre y desencadena una inmunodeficiencia. Los investigadores emplearon el virus del sida modificado para introducirles el gen que necesitaban y los chavales vivían casi sin síntomas dos años después del tratamiento.

Pero nadie canta victoria todavía. El propio Gabriel será sometido a seguimiento durante 15 años. Sin embargo, el miércoles 8 de octubre, el mismo día en el que se publicaba el estudio científico, sus padres se fueron con el niño de vacaciones por primera vez, a visitar a sus familiares en Córdoba (Argentina). El pequeño iba contento, como cuenta su madre: “Después de tanto plástico, ahora le encantan las cosas suavecitas. Su juguete favorito es un osito de peluche”, que aunque aún no lo bautiza, sí lo llama “Mi osito”.