El rey Juan Carlos I de España, que acaba de abdicar del trono a los 76 años, fue durante décadas un emblema de la democracia española, aunque en los últimos años su imagen se ha visto empañada por los escándalos.

Una aparición televisiva, casi de madrugada, se convirtió hace 33 años en la cúspide de su reinado: el 23 de febrero de 1981, el joven monarca con uniforme militar ordenó entonces a los oficiales sublevados que ocupaban el Congreso que volvieran a sus cuarteles.

Aunque el episodio de ese fallido golpe de Estado es aún objeto de estudio y debate por parte de los historiadores, Juan Carlos fue considerado entonces como el salvador de la frágil democracia española.

Nacido el 5 de enero de 1938 en Roma, donde su abuelo, el rey Alfonso XIII, se había exiliado tras la proclamación de la Segunda República española en 1931, Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón vio como su padre, don Juan de Borbón, nunca accedía al trono, apartado por Franco –cuya dictadura duró desde 1939 hasta su muerte en 1975– debido a unas opiniones que consideraba demasiado liberales.

El dictador, que llegó al poder tras acabar sangrientamente con el régimen republicano en una larga guerra civil (1936-39), prefirió al joven Juan Carlos a quien llamó a España en 1948, para que prosiguiera sus estudios, lejos de sus padres exiliados en Portugal.

Tras culminar su formación militar y sus estudios de derecho y economía, el futuro monarca se había casado en 1962 en Atenas con la princesa Sofía, hija mayor del rey Pablo I de Grecia, y la joven pareja se instaló en el Palacio de la Zarzuela, cerca de Madrid, donde vive desde entonces.

Del matrimonio nacieron la infanta Elena en 1963, Cristina en 1965 y Felipe en 1968.

Designado sucesor por Franco

Designado sucesor del caudillo en 1969 y coronado en 1975, el joven monarca se deshizo rápidamente de la pesada herencia franquista y emprendió la senda de la democracia.

Juan Carlos definió así su misión: “La idea maestra sobre mi política era conseguir que nunca más los españoles se dividieran en vencedores y vencidos”.

Contrariamente a lo que esperaban los nostálgicos de Franco, en poco tiempo levantó el Estado democrático: legalizó los partidos políticos, designó presidente del gobierno al centrista Adolfo Suárez, al que encargó organizar elecciones e hizo aprobar por referéndum una nueva Constitución en 1978.

Luego, al desbaratar el intento golpista del teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero, el monarca se convirtió en el héroe y salvador de la joven democracia española.

A lo largo de los años, la campechanía del jefe de Estado, muy aficionado al deporte y discreto en su vida privada, la valió el respeto dentro y fuera de su país.

Su prestigio internacional lo llevó “a Marruecos, China, Estados Unidos, como embajador de lujo para España”, señalaba Luis Palacios Bañuelos, catedrático de historia en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.

Una imagen desgastada

Pero en sus últimos años, su imagen no resistió los embates de la crisis económica que, a partir de 2008, frenó súbitamente la prosperidad del país y provocó la desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones.

“El pacto de silencio que había alrededor de la monarquía ya no existe”, decía en 2012 Antonio Torres del Moral, experto de la monarquía española.

Desde el matrimonio entre el príncipe heredero Felipe en 2004 con Letizia Ortiz -una plebeya, periodista y divorciada-, hasta la sonada separación en 2007 de su hija mayor, la infanta Elena, con su esposo Jaime de Marichalar, la familia real acumulaba los disgustos.

Pero lo que rompió definitivamente el lazo entre el monarca y sus súbditos fue el caso la investigación de corrupción a su yerno Iñaki Urdangarin. El escándalo afectó en enero de 2014 a la hija menor del rey, la infanta Cristina, quien fue imputada por presuntos fraude fiscal y blanqueo en el caso contra su esposo.

Los incesantes problemas de salud del monarca, iniciados con la extirpación de un tumor benigno en el pulmón en mayo de 2010, contribuyeron también a eclipsar su imagen.

El peor momento del monarca se produjo posiblemente el 18 de abril de 2012, cuando dejó estupefacto al país al pronunciar ante las cámaras de televisión una disculpa histórica: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”.

Unos días antes había estallado la polémica por una cacería de elefantes en Botsuana, de donde tuvo que ser repatriado con una fractura de cadera. Un escándalo que España, sumida en una grave crisis económica, no le perdonó.