Joaquín Edwards Bello (1887-1968), hijo de familia acaudalada, entremezclando novela y memoria, llamó a su ciudad natal, “Valparaíso, la Ciudad del Viento”. Precioso título. Este prolífico narrador porteño, un crítico implacable y agudo de la siútica sociedad chilena, autor de veintitantas novelas y ensayos fue, ante todo y durante medio siglo, un maestro de la crónica periodística .

Valparaíso, sus ventoleras y ventarrones, compañeros atroces e inseparables en tantísimas tragedias que han cruzado y siguen cruzando la dramática historia de la ciudad-puerto. En estos días y por acá en Europa, ya sea Londres, Estocolmo, Barcelona o Berlín, es tema de tertulias informales y de inagotables charlas nostálgicas familiares, sobremesas entre exiliados que, sin otro remedio, aún quedan, aún permanecen anclados en este Viejo Mundo.

Valparaíso: junto al litoral central, en aquel impresionante anfiteatro natural, con sus cuarenta y dos cerros, donde siempre llegará la maldición de los terremotos, las pestes o inundaciones pero, la más de las veces, de las llamas inclementes, incendios terribles. Y por desgracia, pese a las muchas promesas políticas, todo indica que seguirán sufriendo los mismos: los olvidados, el inmenso pobrerío, los sin fortuna, aquellos que, sin otra salida humana y social, sobreviven y se instalan en esos rincones, entre ranchos enclenques, vergonzantes andrajos, mediaguas inseguras, basurales y quebradas tortuosas.

Sin embargo el incendio de estos días, el más grande habido en Valparaíso, el mayor en la historia del país, tiene, también, un contorno humano, heroico y generoso: los voluntarios, bomberos que, una vez más, sin tregua, han enfrentado y combatido la enorme catástrofe.

Ha quedado al descubierto el verdadero crimen de un Estado que se dice avanzado, con políticos que se vanaglorian de neo liberales, que presumen, con arrogancia, llevar adelante a un país punta. Hay gente que les cree y en consecuencia, comulgando con ruedas de carreta, repiten las pretendidas excelencias como si fuesen papagayos. Si los tontos volaran el cielo se obscurecería.

La miseria: esa cara apenas disimulada en un Chile aparatoso. El hachazo viene de lejos. Nunca los menesterosos han sido escuchados. Pese a huelgas y protestas de los partidos populares nunca ha habido atención verdadera, solamente parches. La indefensión se hizo más patente en los años de la siniestra dictadura pinochetera y de todos sus secuaces. La dejación siguió muy campante durante los tiempos bien concertados, en las cacareadas etapas del revoltijo de tirios y troyanos: demócratas renovados, cristianos avispados, socialistas de nuevo cuño, todos con la vista puesta en el dinero fácil o en el crédito bancario .

¡Pobre y aporreado Valparaíso! En su borroso pasado, antes del saqueo y de la conquista española, lo habitaban changos, un pueblo de pescadores. Le llamaban aliamapu, tierra quemada en lengua mapudungun. Ya por entonces los vientos e incendios desbocados se cebaban en esta geografía. Más adelante, con el correr de los siglos, han seguido cayendo terremotos, tempestades, invasiones, ataques piratas, almirantes golpistas y borrachos. Y corruptos por doquier.

Con la apertura del Canal de Panamá en 1914 el viejo Valparaíso, tierra de emigrantes, perdió prestancia mercantil. Pero no ha perdido su historia. En medio del dolor siempre ha surgido una vida renovada. Esa savia generosa sigue alimentando esperanzas. Aunque sea rodeado y amenazado por usureros inmobiliarios, con especulación de los terrenos, el trauma de las constructoras que se han aprovechado de las muchas llamas para ampliar sus capitales, pese a la mucha tierra violada, la gente saca ñeque. Lo decía Neruda, que también fue vecino en uno de los cerros porteños: “el pueblo no muere nunca, propia del pueblo es la vida”.

Oscar “El Monstruo” Vega
Periodista, escritor, corresponsal, reportero, editor, director e incluso repartidor de periódicos. Se inició en El Sur y La Discusión, para continuar en La Nación, Fortin Mapocho, La Época, Ercilla y Cauce. Actualmente reside en Portugal.