La pérdida de un hijo es uno de los peores trances por los que puede atravesar un ser humano. Los meses o incluso años posteriores, están muchas veces marcados por el desafío de sobreponerse a la pérdida y volver a realizar una vida normal, llevando cicatrices que resultarán imborrables.

En una columna escrita para el diario New York Times, Kerry A. Leddy comparte la experiencia de haber perdido a su hija adolescente, narrando cuán difícil le resultó volver a relacionarse socialmente. El ensayo es parte de un libro, “Ghostmother” (madre fantasma), en el que se encuentra trabajando.

Te invitamos a leer esta emotiva columna traducida por BioBioChile

Dolor agónico

En los meses que siguieron a la muerte de mi hija, hubo ocasiones en que salí de casa y apenas podía respirar.

Mi dolor y mi pesar se reflejaba en los rostros de mis amigos. En presencia de otros, siempre bordeaba el límite del colapso. Allí donde alguna vez disfruté salir de compras o de paseo, ahora estas actividades ponían en peligro mis frágiles intentos por mantenerme cuerda. El hogar era el único lugar donde me sentía segura, pero claro, siempre llega el momento en que debemos salir.

Tentativamente, aprendí a agacharme y escurrirme por la vida. Si estaba en el almacén y veía a un vecino o a alguien de la escuela de mis niños en el pasillo de los cereales, correría hacia otro pasillo. Entonces, si veía nuevamente a esa persona dos pasillos más allá, me dirigiría a la sección de los preparados. Si quedaba acorralada, sin posibilidad de escape, me estiraría para coger cualquier producto que estuviera a mano, quizá como una lata de porotos verdes, y fingiría estar absorta en la etiqueta. Hacía mi mejor esfuerzo por incomunicarme. Si no funcionaba, podía llegar al punto de abandonar mi carro en la mitad del pasillo y precipitarme hacia mi auto.

Mi esposo tendría que hacer las compras esa semana.

Eludir no siempre era posible. Estaba parada en la entrada recogiendo el periódico cuando una vecina apareció. Tomó aliento y dijo: “Kerry, ¿cómo estás? No sé cómo has sobrevivido. Realmente no lo sé. Yo no podría”.

De alguna forma sus palabras me hicieron sentir extrañamente culpable, como si estuviera diciendo: “¿Cómo puedes estar aquí de pie, sobreviviendo?”. Parecía sugerir que si mi dolor era realmente devastante, no debería estar en pie. Debería quedarme para siempre en cama, postrada, inconsolable.

Algunas veces, no recibir ninguna respuesta es tan doloroso como una equivocada. Durante un partido escolar, una madre me saludó con una amplia sonrisa, como si el mundo no hubiera cambiado tras la muerte de mi hija, y comenzó a charlar animosamente conmigo.

Probablemente se imaginó que me estaría protegiendo al llevar nuestra conversación a un terreno seguro, como nuestro nuevo director o aquel nuevo restaurante de mariscos. Sin embargo, sabía intuitivamente que no era a mí a quien intentaba proteger: era a su creencia de que habitaba un mundo en que los niños viven seguros. Donde no ocurren tragedias inesperadas.

Y entonces estaban las veces en que no estaba segura si la persona con que me encontraba estaba al tanto. ¿Qué haría entonces? Dos meses después de la muerte de Sarah, me encontré con una pareja durante una reunión vecinal. Me saludaron efusivamente. La esposa preguntó, “¿Cómo has estado?”, mientras que su marido añadió un alegre, “Sí, ¿en qué te has metido últimamente?”.

Me quedé absolutamente sin palabras. ¿Acaso no sabían lo de Sarah? Deben haberlo oído, fue lo que pensé. No tengo “noticias” que compartir. La única cosa en que me he “metido” es el duelo. Si no sabían, mis palabras les habrían choqueado. Si lo sabían, ¿qué podían haber estado pensando al preguntarme “en qué he estado”?

Sin nada que decir, atravesé a la multitud y me dirigí de regreso a casa. Luego llamé a una amiga para contarle sobre aquel encuentro. Ella me dijo: “Kerry, por supuesto que lo saben, ¿No recuerdas que estuvieron en el funeral?”.

Los encuentros que más temo son aquellos en que el escape es imposible. Como la vez en que llevé una foto a enmarcar y el vendedor me dijo: “Espere, ahora sé por qué me era cara conocida. Su hija estuvo con mi Jane en la escuela básica, ¿no? Se llama Sarah, ¿no?”.

Parecía muy satisfecho de acordarse. “Sí”, le respondí mientras ese conocido dolor volvía a mi pecho. Me deslicé hasta otro sector, desviando la mirada, sin embargo él me siguió de cerca y preguntó: “¿y cómo ha estado ella?”.

Entonces mi cara se contrajo mientras comenzaba a llorar. Con la misma rapidez, vi como la angustia se extendía por su rostro. “Oh, por Dios. Lo siento tanto. Escuché lo de Sarah. ¿Cómo pude ser tan estúpido de olvidarlo? Lo siento. Lo siento tanto”.

El hombre se criticó por ser tan desconsiderado y volvió a disculparse una y otra vez, tratando de consolarme. Devastada, simplemente huí.

Pero no todas las interacciones me hacen querer huir. Una noche de sábado, algunos meses después de que Sarah murió, mi esposo y yo nos aventuramos hasta el centro de la ciudad por un poco de comida mexicana. Inesperadamente, me topé con Lin, mi antigua profesora de danza, a quien no veía hace muchos años.

Lin y su esposo estaban saliendo del restaurante mientras nosotros llegábamos. Estaba atrapada. Me preparé para lo que viniera a continuación. Sin embargo ni me evitó ni intentó hacer una conversación. En vez de eso, simplemente caminó hacia mí, me miró directo a los ojos y me dio un largo y fuerte abrazo. Entonces se fue, sin decir una sola palabra.

No me había pedido nada. Exhalé lentamente. No podría haberle dicho a Lin qué era lo que necesitaba pero, de alguna forma, ella lo supo con precisión.

Hace siete años en agosto, mi bella Sarah, hospitalizada tras una batalla de 4 años con una enfermedad bipolar, decidió suicidarse. Había comenzado a los 13 años, y desde entonces la enfermedad no le dio tregua. Mirar a mi hija mayor lidiar con tanta desesperanza y dolor se volvió mi pesadilla diaria. Confusa y cansada, una vez escribió estas palabras:

“Es difícil ser feliz cuando tienes 17 años y eres bipolar. Cada estado es frágil y cada emoción es efímera. Soy feliz cuando me doy cuenta de que no estoy deprimida. Luego de la escuela, camino por la calle y me doy cuenta que doy saltitos, antes de detenerme a recoger un diente de león. Muevo los dedos de mis pies en el lodo y sonrío. Cuando me doy cuenta de que estoy feliz, quedo fascinada, porque sé que esa sensación no va a durar. Sé que apenas escuche una canción triste en la radio, sentiré otra vez que no hay esperanzas. Cuando me pongo triste no es la tristeza normal, es como ahogarme. Los pequeños momentos son importantes para mí porque al fin y al cabo esa es mi vida, una serie de pequeños momentos”.

Ahora, donde sea que veo una niña con los ojos azules brillantes de Sarah, siento un dolor punzante en el pecho. Aún así, me levanto cada mañana y vivo mi vida. Actúo casi normalmente. Adoro mi trabajo, a mi marido, y a mis 3 hijos restantes. La pérdida me acercó a la escritura y la pintura. Mi vida está llena de esos pequeños momentos – algunos placenteros, otros dolorosos.

No es una combinación tan rara como algunos pudieran pensar. Coexisten en mí el placer y el dolor, dando forma a cómo soy y cómo veo el mundo.