Qasim y Alí están enamorados y viven juntos. Hablan de ir al extranjero a casarse, y las únicas bodas a las que asisten en Pakistán son de amigos homosexuales con mujeres que ni siquiera conocen su condición.

Sin embargo, “en realidad es más fácil ser gay en Pakistán que en Estados Unidos”, asegura Qasim, de 41 años, encendiendo un cigarrillo en una cafetería a la moda mientras explica cómo vivir tranquilo siendo homosexual en uno de los países más conservadores del mundo.

“Podemos tomarnos de la mano”, dice Qasim, alcanzando la de Alí por debajo de la mesa. Y nos podemos sentar así, esto a nadie le llama la atención en Pakistán”.

Qasim dice que nunca lo insultaron por la calle, ni se dirigieron a él de manera despectiva, cosa que dijo le había sucedido cuando vivía en Estados Unidos.

En sociedades tribales del noroeste, fronterizas con Afganistán, o en Baluchistán (suroeste) cerca de la frontera iraní, existe una antigua costumbre de relaciones sexuales -toleradas aunque secretas- entre hombres adultos y varones apenas adolescentes.

En una sociedad donde las mujeres son mantenidas al margen y donde el sexo antes del matrimonio es tabú, el hecho que dos hombres vayan de la mano o se abracen en la calle es visto como una simple muestra de afecto.

Qasim, nacido en Pakistán, emigró a Estados Unidos con sus padres cuando tenía apenas tres años.

La familia era propietaria de fábricas textiles y tenía buen pasar, con piscina en el jardín. Pudieron pagarle educación universitaria y terminó una maestría en administración de empresas.

Trabajaba para Microsoft cuando le diagnosticaron un HIV, a los veintitantos. En aquella época, los ciudadanos naturalizados norteamericanos tenían que entregar su ciudadanía norteamericana si resultaban ser seropositivos.

Tras una batalla perdida en los tribunales, renunció a su ciudadanía y regresó a Pakistán, un país que apenas conocía y donde la homosexualidad es ilegal.

“Cuando llegué fue un choque cultural. Estaba incómodo. Me fui a Dubái por tres o cuatro meses, pero no conseguí trabajo. Después fui a Sídney seis meses y tampoco conseguí trabajo, pero ahora soy feliz aquí”, dijo.

Qasim creó una asociación caritativa para gays y transexuales. Discreta, sin perfil público, aunque respaldada por el gobierno. Suministra asistencia médica y albergues donde los jóvenes pueden descansar, escuchar música y mirar televisión.

“Me respetan. Siento que aprecian mi trabajo. Espero estar ayudando a cambiar la vida de la gente”, dice.

Él y su novio Alí, de 26 años, viven en un barrio residencial arbolado de Lahore, probablemente la ciudad más liberal de Pakistán.

“Los vecinos no saben ni se meten”

Tienen obras de arte moderno en las paredes. Y trabajan para ellos un jardinero y dos mucamos, ambos transexuales, que a veces son contratados para cantar en casamientos o celebrar el nacimiento de hijos varones.

“Los vecinos ni saben ni se meten”, dice Qasim, aclarando con una sonrisa que “tampoco hacemos de esas mega fiestas gay con gente extravagante”. “Para mí es algo normal vivir en pareja gay”, dice Alí. Pero discretamente.

Al igual que otras ciudades de Pakistán, Lahore tiene actividades gay “under”: el único bar que había cerró porque el dueño se hartó de tener que pagar sobornos a la policía, pero hay fiestas, egún Qasim.

Los gays de clases sociales más bajas tienen más dificultades, y es a ellos a quienes Qasim intenta ayudar.

Alí no reveló a su familia que es gay, mientras que Qasim lo hizo cuando era adolescente. Cuando van a Islamabad se quedan en casa de los padres de Qasim, aunque duermen en cuartos separados.

Los dos dicen alegrarse de que en otros países se legalice el matrimonio homosexual, pero no se les pasa por la cabeza reclamar ese derecho en un país religioso y conservador como Pakistán.

Alí dice que hablan de irse a casar al extranjero y luego regresar a casa a celebrar en una fiesta privada con amigos. “Soñamos con el día en que podamos adoptar una niña para educarla nosotros”, dice.