“La Iglesia (la católica, apostólica y romana) deberá reconocer los errores propios y deberá seguir un cambio radical, empezando por el Papa y los obispos” dijo el famoso cardenal, el finado Carlo María Martíni. En su agonía ese purpurado tan incómodo y tan intelectual, adorado por sus fieles italianos y del mundo, habló más claro que nunca.

Calificó a su institución como un organismo extenuado, sin relevos (vocaciones) enganchada a una maquinaria de infierno, la espesa burocracia regalada en el confort y el bienestar de la cual gozan sus altos dignatarios de Roma y de las órdenes o instituciones esparcidas por todo el mundo, sean Legionarios de Cristo, Kikos o el controvertido y tenebroso Opus Dei.

“Nuestros rituales, nuestros vestidos son pomposos” dijo. “Sé que no podemos desprendernos de todo con facilidad, pero al menos podríamos buscar hombres que sean libres y más cercanos al prójimo”.

Atrapado por la crueldad del Parkinson, el Arzobispo de Milán, de 85 años de edad, murió el último día de agosto.

“En la Europa del bienestar y en América, la Iglesia está cansada.” Y ¿cuál es el camino para que aquella organización religiosa mundial salga de su marasmo? “Lo primero es la conversión. Debe reconocer sus propios errores. Los escándalos de pederastia nos empujan a emprender un camino de conversión”. La cascada de interrogantes sobre la sexualidad y sobre todos los asuntos que competen al cuerpo del hombre y la mujer son otro ejemplo. “Debemos preguntarnos si la gente escucha todavía los consejos de la Iglesia en materia sexual. ¿La Iglesia es todavía una autoridad de referencia o solo es una caricatura en los medios?”

Nacido en Turín en 1917, jesuita, refinado biblista, y especializado en la crítica honda al Nuevo Testamento, estudió a fondo los papiros y los códices griegos, o sea la base de los Evangelios. Tenía la altivez de un patricio romano. Alto y de ojos azules, buen catador de vinos, miraba al mundo desde la solidaridad. Su carrera iniciada el año 1952 y hasta el día de su muerte, la semana pasada, fue fulgurante. Publicó decenas de libros. Fue temido por la Curia rancia y turbia, por esos cuervos que anidan en los bajos fondos del Vaticano.

Implacable ante un panorama oscuro y espeso, el de los curas y monjas, cardenales y obispos depravados, intolerantes, pedófilos y mafiosos, el Cardenal rojo (así le decían a sus espaldas) clamó y porfió sin tregua por una Iglesia democrática y dialogante “abierta al mundo y amiga de los pobres”.

Sin duda fue una contrafigura frente al lóbrego bávaro, a Joseph Ratzinger, el Papa aislado y sumido en ese laberinto de escándalos policiales, financieros y sexuales del Vaticano. Pero Carlo Maria Martíni jamás entró en polémica con su autoridad máxima. Por el contrario, siempre buscó diálogo, tejió acuerdos y salidas a las tantas dificultades que encara esa maquinaria ultra terrenal pero que, a grandes voces, se auto proclama ultra celestial.

Martíni pensaba que dentro de la Iglesia el rol de la mujer estaba demasiado maltratado. Afirmaba que los homosexuales merecían respeto. Sentenció que era necesario estudiar, cuanto antes y más a fondo, todo aquello que ataña a la sexualidad humana. En casos extremos (sida, ignorancia y miseria) aprobaba el uso de preservativos. Encaró sin miedo temas fundamentales como el aborto, la donación de embriones, la fecundación asistida, la eutanasia o el principio de la vida cuyos abismos ya han sido desentrañados por la ciencia.

El legado de este hombre seguirá calando hondo. Que los fieles chilenos, los adocenados burgueses clasistas, sobre todos los que manejan dinero, gobierno y poder, tomen nota. Que no hay que temer a la reflexión inteligente y encarar las críticas a las tantas barbaridades cometidas en nombre del un Altísimo.

En nuestra América Latina y con pocas excepciones  nacemos y vivimos en una fe milagrera, primaria, donde se anida el miedo a un supuesto Mas Allá, Nos han enmarcado en la ignorancia temerosa frente a un Dios pavoroso. Y los curas que han intentado romper el cerco han sido eliminados sin piedad, como lo fueron el obispo Oscar Romero y los tantos mártires, jesuitas. O los muchos, obligados a callar, como el domínico Gustavo Gutiérrez o el franciscano Leonardo Boff cuyo “pecado” fue hablar de un Cristo y justiciero en medio de las barriadas, en el seno del dolor y el hambre, fuere en Chile, Perú, Brasil o cualquiera de los sitios lastrados por neoliberalismo y el subdesarrollo.
Urge una ética global, sin ella no podremos sobrevivir, dice el suizo Hans Küng, acaso el teólogo vivo más brillante del catolicismo. En un planeta que va camino a la extinción y donde pululan políticos maniqueos, cínicos, sanguijuelas, hipócritas e inhumanos ¿adónde se dirige la Iglesia Católica?.

¿Adónde? Los cristianos tienen la palabra porque también llevan velas en este entierro. Católicos, protestantes y ortodoxos constituyen una mayoría. Los católicos cuentan 1.200 millones de miembros. La mitad vive en América y solamente el 27% en Europa. Todos bajo el mandato de un centro mundial, el Vaticano en Roma donde anida una monarquía absoluta y un Papa ¡infalible!

Ante al féretro en la catedral de Milán desfilaron miles de acongojados creyentes y agnósticos, tirios y troyanos. Con respeto y emoción despidieron a un prelado liberal, jamás dogmático, comprometido con todos los seres de esta Tierra. Aparte del inevitable boato y pompa funeraria final nos queda su mensaje. Era uno más entre los lúcidos. Intentó, sin salirse de las filas y las ataduras religiosas, abrazar a la especia humana, comprenderla y ayudarla en sus escasas venturas y sus enormes sombras.