Si te paras a pensarlo detenidamente, el hecho de que podamos comunicarnos hablando es casi un prodigio, algo que ningún otro animal ha logrado. Pero es tan sencillo, tan cotidiano, que ni nos damos cuenta.

El pensamiento simbólico, la capacidad de articular oralmente conceptos, que otros nos escuchen y entiendan, que nos comuniquemos de manera tan compleja y con tanta facilidad es digno de admiración.

La ciencia aún no ha sido capaz de desentrañar todos los mecanismos involucrados en el lenguaje, una proeza que realizamos a toda velocidad y sin ser conscientes de su valor.

No existe construcción levantada por el hombre, ingenio tecnológico ni obra de arte que hayamos ideado, que pueda compararse con ese regalo evolutivo, sin el cual todo lo anterior no existiría.

Existimos porque nos hablamos. Somos así porque podemos hablar. Nuestro mundo está creado de tal manera que es preciso que nos comuniquemos para encajar bien en él.

Es fácil darse cuenta si te recuerdas o te imaginas apañándotelas en un país cuyo idioma desconoces o no dominas bien.

Pero hay millones de personas en este mundo parlante que no son capaces de hablar, para los que las palabras son poco más que ruido que ellos no pueden articular, o que manejan con muchas y distintas limitaciones.

¿Recuerdan la primera vez que sus hijos los llamaron “mamá” o “papá”? Es algo emocionante. Es frecuente que el padre que se lleva el primero ese premio presuma por ello. También que se interrumpa lo que se esté haciendo para contárselo a otros con orgullo y alegría: “¡Ya ha dicho mamá!” o “¡Acaba de decir papá!”.

Tal vez tras ese orgullo, tras esa alegría, hay cierto alivio atávico del que no nos percatamos porque estamos viendo que todo va bien, que nuestro hijo crece sano y como era de esperar.

Mi hijo tiene 11 años, tiene autismo y aún no me ha llamado “mamá”. Tal vez algún día llegue a hacerlo, tal vez nunca pronuncie esa palabra.

Como él hay millones, no lo olviden.

Entiende parte de lo que le decimos, instrucciones y comentarios sencillos. Aunque, siendo sinceros, salvo que actúe en consecuencia a lo que le pedimos nunca tenemos del todo la seguridad de que nos haya entendido.

Su comprensión es mayor que su expresión. Solo emite unas pocas aproximaciones vocálicas de aquello que más le importa conseguir. “Pá” por “pan”, “abe” por “abre” cuando está ante una puerta que le impide el paso, “í” por “sí”, “o” por “no”…

Sabe además que si vocaliza fuerte, llama nuestra atención, así que si quiere que pongamos otra música o que le demos a probar lo que hay en nuestro plato, utiliza las vocales en tono de llamada.

Así que yo soy “aaaaa” o “eeeee”. Igual que su padre, su hermana, sus profesores o sus abuelos.

Pero aún no he oído “mamá” de sus labios. Sí de los de mi hija, su hermana pequeña. De no ser por ella, sería una madre que nunca ha sido llamada como tal.

Aunque no importa, y les voy a contar el motivo.

El pasado fin de semana no estuve a su lado. Cuando el domingo por la noche le trajeron al aeropuerto a recibirme, la sonrisa de felicidad pura que me regaló al verme después de cuatro días lejos de casa fue el detonante de un instante de perfecta alegría, de esos que hay que atesorar porque marcan la diferencia entre una vida gastada y una plena.

Él no habla, pero mi corazón canta cuando veo esa sonrisa.

Este fin de semana he vuelto a ausentarme, menos días, pero confío en volver a encontrar esa sonrisa y esos ojos brillantes a mi vuelta.

Así que no importa que no me llame “mamá”. He aprendido a distinguir lo esencial en lo que sustentarme y a evitar los anhelos inútiles que desgastan.

Sí que importa, en cambio, que está viviendo en un mundo pensado para los que hablamos sin problemas, para los que tenemos la fortuna de dominar esa magia.

Un mundo en el que el signado, los pictogramas y los textos adaptados a lectura fácil no abundan; en el que poca gente es capaz de entender, por falta de paciencia, de conocimientos o de ambas cosas, a aquellos que se manejan con cuadernos de fotos o pictos, signos o dificultades en el lenguaje.

Un mundo que los que tenemos la suerte de hablar tenemos la obligación moral de hacer más accesible, de convertir en un sitio más amigable a todos aquellos que no pueden hacerlo, o que no pueden hacerlo igual de bien o con la misma facilidad que el nosotros.

Un gran poder acarrea de la mano una gran responsabilidad.

Todo empieza por saber que son millones y que comparten espacio, sueños, retos y alegría con nosotros; aunque no seamos conscientes de su existencia si no tenemos a nadie así en nuestro entorno, igual que no lo somos del milagro que es el lenguaje.

Y tampoco olviden que en este mundo también hay millones que no pueden caminar o lo hacen con dificultad; que no pueden ver o lo hacen con dificultad; que no pueden oír o lo hacen con dificultad…

El 3 de diciembre se celebró el Día Internacional de la Discapacidad. Un día para visibilizar, reivindicar y normalizar. Compartiendo este texto y otros que están circulando por Internet con el hashtag #DiscapacidadyRealidad, puedes ayudarnos a hacerlo.

Melisa Tuya, autora del blog “Madre Reciente”.

Periodista en el sitio 20Minutos.es y escritora de Galatea y Mastín.

Columna publicada originalmente el 3 de diciembre en 20Minutos.es

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