Es usual creer que Jorge González y Los Prisioneros llegaron a la fama simplemente por estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, por su rebeldía contra la dictadura y su exquisita parafernalia del miedo. Esto suena razonable, pero puedo asegurar que no es totalmente cierto.

La verdad nunca dicha es que Jorge González es un poeta, el mejor poeta del barrio que nunca hemos tenido. Neruda era cósmico y Tellier lárico. González es periférico, sobrevivió a la basura de nuestras ciudades, y esperó para arrojárnosla a la cara sin ningún misticismo o elegancia: Las rotativas de imprenta/ ya están empezando editar mas mujeres desnudas/ y tu tienes una cara de cliente fácil/ tu compras por una promesa de sexo/ abres la boca y te meten el dedo/ y les sigues el juego/ y les das tu dinero/ y te sientes muy hombre/ y me río en tu cara de tu estupidez.

Al igual que González y Los Prisioneros, que en los 80’ denunciaron la perversidad de la “convivencia” del régimen militar, Bob Dylan y Blowing in the wind se volvieron iconos de las luchas por los derechos civiles en los Estados Unidos de los 60’. Pero sin duda no fue ese su mayor mérito. Él jugaba con las palabras, al mismo tiempo que jugaba con las convicciones artísticas de su audiencia.

Dylan tiene el oficio de poeta, es un carpintero de la transgresión. Y es aquí donde Dylan se encuentra con González, el poeta de la calle, el elegido de los 80’, de las entrañas de nuestras ciudades/ surge la piel que vestirá al mundo.

Las palabras de González son directas, corrientes, ingeniosas, incendiarias y es como para tenerles miedo. Más de algún intelectual de estantería debió salir rasguñado con aquello de: Si viajas todos los años a Italia/ si la cultura es tan rica en Alemania/¿por qué el próximo año no te quedas allá? o Tu guitarra oye imbécil barbón!/ se vendió al aplauso de los cursis conscientes./ Contradices toda tu protesta famosa/ con tus armonías rebuscadas y hermosas./ eres un artista, y no un guerrillero,/ pretendes pelear…/ y sólo eres un mierda buena onda. Sin duda, no es este el mejor modo de recolectar cariño o buenos sentimientos, pero el enorme éxito de estas canciones indica que el chileno promedio (que no es lo que ya sabemos, porque nos incluye) prefiere las verdades sin jardines con enanos de yeso o personajes públicos ofreciendo billetes por debajo de la mesa.

Esta condición transgresora no debe ser confundida con la irreverencia pública, un arte menor que González cultiva desde siempre con el talento y elegancia de una niña bonita con el dedo en un agujero de su nariz. En esto González nunca se equivoca, pues aunque se puede hablar mal de los ricos bajo la ducha, no es lo mismo si usted lo hace ante 70 mil espectadores, una cadena nacional de televisión y con los ricos (y sus acólitos) presentes. A esto le llamo oportuno e iluminado. ¿Dónde si no? Si hace poco inauguró el mismo escenario con la misma dignidad. Seguro no estaba tan equivocado.

Dylan se hizo famoso por contestatario, pero a poco andar tropezó con su corazón, o al menos esa cosa que quedó después de haber sido masticado por una conejita de Play Boy. Algo semejante le ocurrió a González, y fue cuando obtuvo el premio gordo de la agonía y el infierno. Sus biógrafos lo describen durante esta época participando de algo que no era precisamente una fiesta de cumpleaños. Y ningún mejor retrato que las letras del álbum Corazones, que son como el delirio que sobreviene con la abstinencia.

Estas son la mejor prueba del arte poético de alguien que puede expresar su dolor y contagiar la intensidad de haberlo vivido. Como puedo comer como puedo escribir/ como puedo sufrir escapar o mentir/ si lo único cierto y lo único claro/ es tu firme salvaje y bendito amor/ al olor de tu sangre al sabor de tu cuello/ al dolor de tu llanto al color de tu voz/ moriría mañana, moriría en éxtasis/ moriría en el fondo del éxtasis. Pocos salen ilesos de este huracán, qué se yo, como se llame la persona que uno ama, y pueden volver para contarlo. Muchos estarán de acuerdo que este es el amor de veras importante. El otro es el que le damos a nuestro gato o a nuestra mamá, que es extraordinario, a no ser que usted alimente a su mascota con faisán y el día de la madre le compre un reloj en Cartier.

La poesía de Corazones es vampírica y su dolor es para robarle la morfina a un moribundo, pero se equivocan aquellos que piensan que esta es algo de su última época o el preámbulo del decaimiento con que nos amargó los 90. González es así por naturaleza, su arte fue envasado en origen.

Paramar, que es uno de los temas incluido en La Voz de los 80’ (1984), el primer álbum de Los Prisioneros, muestra en el principio la semilla del González del final: Recuerdo cuando dije que este invierno/ sería menos frío que el anterior/ y aquí estoy congelándome/ no es fácil para mi hablar de esto/ y manosear las mismas palabras de amor/ que se entregan a cualquiera/…/ Nunca pensé que justo este invierno/ sería el mas frío que he visto pasar/ yo no sirvo para amar.

Me acusarán de sobrevalorar a González y me odiarán los fanáticos de Dylan, a quienes me temo tendré que recordarles ese antiguo aforismo: Si la cultura es tan rica en Alemania… De todos modos importa bien poco, mientras González siga haciendo lo que sabe. Escribir canciones que ayuden a dar nueva vida a ese cadáver televisivo en el que se ha convertido nuestra cultura popular.

González no será Dylan, ni obtendrá el premio Nobel, pero es nuestro González.

Francisco Gallardo
Arqueólogo

Nuestra sección de OPINIÓN es un espacio abierto, por lo que el contenido vertido en esta columna es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial de BioBioChile