¿Qué ocurre a bordo de aquellas embarcaciones? ¿Cuál es la causa de que muchos tripulantes decidan arrojarse de cubierta buscando un destino incierto? Al hurgar en las razones se encontrarán muchas historias reales y de las otras, situaciones a confirmar pero también a desmitificar.

Confusión, desesperación, una fracción de segundos y una decisión tras la cual ya no habrá vuelta atrás. Es el instinto de supervivencia tan propio del ser humano, pero que también es sinónimo del más incontenible miedo a la muerte, que aturde, bloquea y condiciona.

Acaso una reacción última, desesperada a condiciones que -por testimonios de sus propios protagonistas- resultan infrahumanas.

¿Pero qué ocurre a bordo de aquellas embarcaciones? ¿Cuál es la causa de que muchos tripulantes prefieren arrojarse de cubierta buscando un destino incierto? Al hurgar en las razones se encontrarán muchas historias, reales y de las otras, situaciones a confirmar pero también a desmitificar, pero que como punto en común tienen las consecuencias y una realidad que indica que aquel instinto de supervivencia es capaz de llevar a esos hombres al límite de sus capacidades físicas y psicológicas.

Casi una vez al año el tema vuelve a la palestra, más bien cada vez que las embarcaciones calamareras “se toman” el Estrecho de Magallanes haciendo un alto a su ya polémica actividad en alta mar. Basta observarlas para hacerse un juicio (o prejuicio si lo prefiere) casi insano. Y, más aún, toda vez que su tripulación es protagonista de una tragedia, como la acontecida el pasado fin de semana cuando un tripulante indonesio fue hallado muerto en el mar y más tarde se conoció que un segundo estaba desaparecido.

Aquellas naves, conocidas como “calamareras”, llegan hasta la bahía de Punta Arenas tras más de un año recorriendo las aguas del Pacífico y el Atlántico en busca de su preciado botín. En su periplo recorrerán de preferencia Uruguay y Perú, enfrentarán problemas en Argentina, y terminarán frente a Punta Arenas en su “paso inocente”. Meses después recalarán en puertos de su país (Shangai, Tianjin y Guangzhou) con toneladas de carga casi lista para exportar a Europa y a países asiáticos, o nutrir a su propio mercado.

La flota china considera más de 2.400 embarcaciones, destinadas a la pesca del tiburón, de la totoaba, del atún, pez espada, calamares, camarones y todo lo que el bendito mar es capaz de proveer a una cultura que parece tener como premisa el que todo sirve y que nada parece estar de más, menos a la hora de alimentarse.

El recurso humano

Probablemente hay episodios anteriores y no sólo en las aguas del Estrecho, pero al menos en nuestra historia marítima reciente los antecedentes indican que a partir de 2006, ciudadanos de diversas nacionalidad han terminado, con distinta suerte, en las gélidas aguas magallánicas buscando terminar con una realidad desconocida para nosotros pero que resulta impactante y estremecedora.

En mayo de 2006, dos tripulantes vietnamitas se arrojaron al mar. Le Dinh Lam y Tran Ann Son fueron rescatados por personal de la Armada cuando la corriente amenazaba sus cuerpos amarrados a tambores de aceite. Una hipotermia y un alto grado de desnutrición era parte del estado que presentaban y hacían necesaria una urgente atención antes del retorno a su país.

Distinta suerte corrieron en diciembre de 2012 cuatro tripulantes chinos del buque “Hong-Da 2”. Tres de ellos fueron hallados sin vida y uno desapareció en el Estrecho.

En enero de 2013 tres vietnamitas urdieron un plan para salir de estas llamadas cárceles de los mares. Cansados de lo que calificaron como maltratos y sueldos miserables, prepararon una improvisada balsa y la lanzaron al mar desde la cubierta del buque “Shang Mang”, frente a la costa magallánica.

Van Xuan Pham, de 25 años; Duy Tung Nguyen, de 32; y Xuang Chung Le, de 35, lograron salvar con vida, en un golpe de suerte que sólo un mes antes no tuvieron sus cuatro compatriotas.

Formalizados por ingreso clandestino a Chile y con una permanencia que se prolongó durante meses, ganándose incluso la solidaridad y el cariño de los magallánicos, finalmente el trío emprendió regreso a su país.

Aquí dejaron sus testimonios, sus historias. En su relato contaron que su jornada laboral diaria se extendía entre 16 y 20 horas; que eran tratados como animales, al punto que a la hora del descanso la mayoría era engrillado para evitar cualquier intento de rebelión o escape; y que su alimento no pasaba más allá de alguna sobra del mar, arroz o incluso roedores.

Señalaban que abordo, la oficialidad (normalmente china o coreana) era la única que mantenía otro trato, privilegiado dentro de las carencias, y que la tripulación era conformada por filipinos, coreanos, indonesios, africanos y vietnamitas.

Del sueldo, ni hablar. No pasaba más allá de los 150 dólares al mes, vale decir, poco más de 100 mil pesos chilenos, que eran aprovechados para cubrir algunas de sus necesidades cuando llegaban a puerto en Uruguay o Perú.

Su testimonio también servía para derribar algunos mitos, como el que estas embarcaciones albergan una tripulación conformada sólo por asiáticos que cumplen condenas por diversos delitos. Son los menos los que pueden llegar en esas condiciones; en su mayoría son personas con la necesidad de trabajar, sin mayor preparación, sin oportunidades en tierra y que consideran que manteniéndose en el mar durante meses tienen la posibilidad de reunir dinero para sus familias.

Y pese a que en su país se sabe algo de la realidad que se vive en estas faenas, la necesidad intrínseca de sobrevivencia es mucho mayor que el temor, soportable al principio, pero -aseguran- inaguantable hacia el final.

De hecho, de un promedio de 40 trabajadores, al menos 5 desaparecen en el mar, dos o tres terminan sin vida en cubierta y una decena cae presa de enfermedades que tienen que ver con la alimentación (escorbuto, daños gastrointestinales provocados por el alimento salado y el agua) y la falta de higiene (cólera, sarampión, viruela y tifus). No menores son los accidentes de trabajo (heridas, caídas y fracturas).

El viaje resulta entonces de paso y retorno incierto. En los puertos chinos, cientos de hombres de diversas edades y sin más requisito hacen largas filas para enrolarse en estos “cruceros de la muerte”. Una firma los separará de una decisión, acaso la primera que no tendrá vuelta atrás.

La fecha, el abordaje y el zarpe. Luego, el inicio del viaje que para muchos no tendrá retorno.