El expresidente catalán Carles Puigdemont, detenido el domingo por la policía alemana en virtud de una orden de detención europea emitida por España, encarnó para sus partidarios el sueño de una república catalana soberana.

Desconocido incluso en Cataluña hace dos años, este periodista de 55 años, con una espesa mata de pelo negro al estilo Beatles, se convirtió en una figura internacional al liderar el fallido intento de secesión de la región española.

Establecido en Bélgica desde entonces, lejos de la justicia española que ordenó encarcelar a algunos de sus compañeros, aspiraba a recuperar la presidencia regional de la que fue cesado por el gobierno español tras la declaración de independencia del pasado 27 de octubre.

Formalmente acusado de “rebelión”, entre otros cargos, por la justicia española, Puigdemont fue detenido poco después de cruzar la frontera alemana en coche desde de Dinamarca.

Exilio voluntario

En enero de 2016, llegó casi por casualidad a la presidencia de Cataluña, cuando su compañero de partido Artur Mas, un independentista sobrevenido, renunció para favorecer una alianza con los sectores más radicales del separatismo.

Nacido en Amer, un pueblo a 100 kilómetros de Barcelona, había sido alcalde de Gerona, una pequeña ciudad burguesa del noreste de Cataluña, y había presidido la asociación de municipios independentistas de la región.

Hijo de pasteleros criado en una de las zonas más nacionalistas de la región, Puigdemont prometió conseguir en 18 meses la independencia en la que creía desde su juventud.

Contra viento y marea, saltándose prohibiciones del Tribunal Constitucional, su gobierno organizó un referéndum de autodeterminación ilegal el 1 de octubre celebrado sin garantías y en medio de fuertes cargas policiales contra los votantes.

Su convicción pareció flaquear sólo una vez, en la víspera de la declaración de independencia del 27 de octubre, cuando propuso a sus socios convocar elecciones en vez de proclamar la República, evitando así un choque frontal con Madrid.

Pero a última hora se echó atrás, en medio de acusaciones de traición por parte de los suyos, alegando que el gobierno español no ofrecía garantías de contribuir a calmar la situación.

Un día después apoyó la declaración de independencia, antes de viajar a Bruselas, renunciando a implementar la república independiente y dejando la administración en manos del gobierno español de Mariano Rajoy, que intervino la autonomía regional.

Según sus opositores, todo fue una gran mentira que sólo llevó a la división de la sociedad catalana, la marcha de miles de empresas, la inestabilidad económica y la pérdida del autogobierno por primera vez desde la dictadura de Francisco Franco (1939-1975).

“Me han sacrificado”

Aun así, el independentismo volvió a revalidar la mayoría en el parlamento regional tras las elecciones legislativas del 21 de diciembre, en las que sumó 47,5% de los votos. La lista de Puigdemont fue la más votada dentro del bloque separatista, prometiendo la restitución del “presidente legítimo” de Cataluña.

En una biografía de 2016, su amigo Carles Porta lo describe como un hombre “honesto y resiliente”, un independentista de toda la vida con el carácter de “un corredor de fondo”. Tiene “esta virtud (o defecto, según se vea): es tozudo”.

Por semanas insistió en ser investido presidente regional, aunque su moral pareció verse finalmente minada.

“Esto se ha terminado, me han sacrificado”, le escribió a un exmiembro de su Ejecutivo en unos mensajes captados furtivamente por una televisión española, horas después de que el Parlamento catalán pospusiera su investidura el 30 de enero, tras una decisión de la justicia española.

En medio de múltiples contingencias y un bloqueo político en Cataluña, los independentistas querían reservarle un papel simbólico en Bélgica. Pero su detención en Alemania, al regreso de un viaje a Finlandia, y la amenaza de su extradición a España, abre para Puigdemont un incierto futuro judicial y político.