En su cama de hospital, con el tórax perforado por una bala de 9mm, Kent Whitaker juró vengarse del hombre que había querido matarlo y que diezmó a su familia. Hoy lucha contra la ejecución de ese hombre, por otra razón: es su propio hijo.

“En lo último que pensaba era en el perdón. (…) Solo tenía ganas de lastimar al atacante enmascarado -quien quiera que fuera- todo lo posible, como venganza por haber destrozado mi vida”, dice a la Agence France-Presse este texano de 69 años.

Kent evoca los eventos ocurridos en diciembre de 2003 en Sugar Land, un suburbio elegante de Houston.

Los cuatro miembros de la familia Whitaker habían salido a cenar -Kent, el padre; su esposa Tricia, y los dos hijos de la pareja, Bart y Kevin- con ocasión de celebrar por adelantado el título universitario de Bart, el mayor de los hijos.

Tras la velada, fueron brutalmente emboscados por un atacante armado escondido dentro de la casa. Tricia, de 51 años, y Kevin, de 19, cayeron muertos. Kent fue gravemente herido. Bart recibió una bala en un brazo.

La policía piensa en principio que se trata de un robo que salió mal. La familia, que profesa una sólida fe cristiana, aparenta toda normalidad.

Precisamente esa fe permite al padre enlutado contener rápidamente sus ganas de venganza.

“Dios vino a mi encuentro”

“Estaba enfadado con Dios, no solo por haber permitido que pasara esto, pero también porque me parecía que contradecía algunas promesas de la Biblia”, dice Kent Whitaker. “Pero Dios vino a mi encuentro en la habitación del hospital, la noche misma del tiroteo, y me ayudó a llegar a un perdón ‘milagroso"”.

Un año después, los investigadores estaban ya convencidos que quien había planificado el sangriento ataque no era otro que el hijo sobreviviente, y su herida en el brazo era parte de la puesta en escena.

Bart había contactado a un pistolero, dándole instrucciones para deshacerse de sus dos padres y de su hermano, contra quienes había acumulado su odio. Los fiscales lo acusaron de haber querido poner manos en una herencia estimada en un millón de dólares.

Durante siete meses, Kent Whitaker vivió con Bart ignorando que él era responsable de la muerte de su esposa e hijo, mientras los policías avanzaban en la investigación.

La hipótesis del robo rápidamente perdió fuelle: nada desapareció de la casa salvo el celular de Bart.

Los investigadores luego descubrieron que el hijo sobreviviente nunca se había inscrito en la universidad, y que esa mentira había servido para planear la emboscada.

Con las evidencias a punto de ponerse en su contra, Bart huyó en julio de 2004 a México, con un nombre falso. Un año después, uno de sus cómplices confesó todo. En septiembre de 2005 el fugitivo es detenido y extraditado a Estados Unidos.

Matar al hijo que te queda

Miembros de un juzgado lo condenaron en marzo de 2007 a la pena de muerte, a pesar de las súplicas de su padre exhortándoles a perdonarle la vida.

Ese veredicto me “aplastó”, dice Kent. “Durante años he procesado la muerte de mi esposa y mi hijo con terapia (…) Y ahora me enfrento a un nuevo trauma y una nueva pérdida”.

Bart debe recibir una inyección letal el 22 de febrero, en su celda. A sus 38 años, es actualmente un preso modelo, servicial y altruista, según sus guardias.

Kent, que ha descrito su dolor en un libro, “Murder by Family”, dice que “Bart maduró”. “Ha tomado cursos para canalizar su rabia y clases de religión. Estudió y recibió un título universitario”.

“Es un caso único”, dice Keith Hampton, el abogado de Bart. “Piensa en las dos personas de tu familia que más amas, e imagina que uno asesina al otro. Tiene que haber un castigo. ¿Pero escogerías la ejecución? ¿Y si esa persona es el único hijo que te queda?”.